EL PUEBLO, MI PUEBLO
Hace muchos años, los que no eran de pueblo, los niños de
ciudad que vestían pantalones cortos hasta los catorce años, aparecían
predispuestos para una vida mejor, mejor que la que se nos presentaba a los
niños de pueblo quiero decir. Los que habíamos nacido y vivíamos en el medio
rural pertenecíamos a una clase menor, nos considerábamos como un poco juguete
de la suerte. Por fortuna, echadas a la espalda un par de generaciones, las
cosas han venido cambiando por sí solas, no sin que nos demos cuenta. El
trabajo, la suerte, el sacrificio tantas veces, el dolor con el que se debe
contar, han venido poniendo las cosas en su sitio sin que apenas nos demos
cuenta. Y así, allá de tarde en tarde nos volvemos a encontrar, como producto que
somos del capricho de los tiempos; hecho que suele ocurrir cada verano en la
que es nuestra tierra madre, en nuestro pueblo quiero decir, escenario fiel de
juegos y de viejas historias vividas, que salen a la luz y se repiten con
tintes de novedad en cada reencuentro. Y es que, amigos, querámoslo o no,
llevamos marcadas en la celdillas del corazón las huellas de un pasado que cada
uno de nosotros conocemos.
El amor a nuestro pueblo es una dolencia endémica que afecta
a las gentes de bien, y que sale a la luz cuando nos juntamos con alguien que
padece del mismo mal; circunstancia que se acentúa cada vez que volvemos al
pueblo y llenamos las casas como lo estuvieron en lejanos tiempos, en nuestros
tiempos, cuando nos juntábamos un centenar de niños y otro de niñas que
llenábamos las cuatro escuelas, además de otra clase de párvulos que en
aquellos tiempos regentaba doña Magdalena Orozco. Ahora se habla del cierre
inminente de la única clase que queda, por falta de alumnado, (sólo dos niños me
han dicho en edad escolar), con todo lo que ello conlleva pensando en el futuro
de un municipio que yo llegué a conocer con una población de hecho superior a
los dos mil habitantes, y que al cabo de medio siglo, no mas, se ha visto
reducido a una décima parte de lo que entonces fue.
A fe que en Olivares, como lugar de vacaciones y de recreo,
ahora se vive bien. Los tiempos son otros. Antes fuer la ribera la que nos dio
la vida y el bienestar, un tiempo feliz e inolvidable; periodo importante de
nuestra existencia que no todos llegaron a conocer, pero que para mi uso no
deja de ser su época gloriosa que nunca se volverá a repetir. Hoy estamos más
sobrados de todo, en cambio, añoramos aquel pasado irrepetible que no volverá
nunca, como tampoco lo harán tantas personas, familiares y amigos, que muy a
nuestro pesar se fueron sin viaje de vuelta.
Nos queda lo que somos y los que somos. Todavía estamos aquí
presentes para vivir esta añoranza común que se traduce en cariño a lo nuestro,
a todo lo nuestro, virtudes y defectos, que de todo hay, en un pueblo, a pesar
de los pesares, donde nos tocó nacer, vivir niñez y juventud, y del que nos sentimos orgullosos, como bien solemos
demostrar cada verano en que poco a poco, gota a gota, vamos ocupando las casas
y nos permitimos, a Dios gracias, el lujo de reencontrarnos en lugares tan
agradables para la vida en común como nuestros bares y terrazas, nuestra
piscina inmejorable (orgullo de nuestros veranos), y el milagro anual del
reencuentro.
¡Ah! No se me había olvidado. Lo dejo para el final como
punto de cierre a todo lo dicho. Siempre bajo la protección del Santo Niño,
nuestro Patrón, el primero y principal de todos los olivareños.