miércoles, 28 de enero de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA ( y III)


OLIVARES DE JUCAR: LA NUEVA AVE FENIX EN LAS TIERRAS CON­QUENSES

Emprendemos el viaje de regreso por la carretera de Alcá­zar. La llanura manchega comienza a perder suavidad a medida que avanzamos entre las rastrojeras y los girasoles, entre los olivos y las carrascas del camino. Al otro lado de una vega que los hábiles hortelanos suelen regar con agua extraída del subsuelo, surge al volver de una curva el pueblo de Olivares, encaramado a lo largo de una loma que limita la grandiosa fábrica diecio­chesca de su iglesia parroquial. Media docena de vericuetos, que suben salvando las difíciles formas del terreno, nos dejarán por fin en la plaza de la gasolinera. Esta es su calle principal que coince­de con la antigua carretera de Cuenca. Unos ancianos charlan sentados a la sombra de la acera y en los bancos del jardinillo. Cruza el pueblo a todo correr una ambulancia sonando estrepitosa la sirena camino de la capital. En las calles silencio, mucho silencio, a estas horas trágicas, soñolientas, que hay entre el sol y la tarde.
Olivares de Júcar fue, antes de las aguas del pantano, uno de los pueblos más prósperos de la provincia. Obligado por las circunstancias, Olivares se despobló mucho antes de que lo hicieran tantos y tantos lugares más de la Castilla rural y viajera empujada por vientos modernistas. Los viejos lo cuentan en tono de añoranza, de resignación mal contenida, con la mente, con el corazón y con los ojos puestos en otro tiempo que, para mal suyo, no volverá nunca.
‑ La ribera fue todo. Cuando nos quitaron la ribera mataron el pueblo. ¡Qué tablares de habichuelas! ¡Y de patatas! ¡Cuánta fruta se perdió debajo del agua! Aquello fue una pena, una pena muy grande. La gente se tuvo que ir a buscar el pan donde pudo.
Pero la actual realidad del pueblo es bien distinta. Olivares sufrió en sus carnes como pocos el golpe fatal del despoblamiento a partir de 1950, en que el embalse de Alarcón comenzó a sepultar por vez primera su más importante medio de vida. De los 1.900 habitantes de hecho que tuvo por aquellas fechas, ha descendido a sólo 850 que lo pueblan hoy, dedicados en su mayoría al cultivo del campo que, alternando la especie, siembran de cereales y de girasol en su totalidad cada año. Existen en el pueblo ciento cinco tractores, lo que supone en el cómputo general, uno por cada ocho personas, y quince máquinas cosechadoras encargadas de pulir en dos semanas, una en julio y otra en septiembre, los cuarenta y nueve kilómetros cuadrados del término municipal, no todos, naturalmente, aptos para la explota­ción agrícola.
‑ Mire, mire. La cosa es que ahora se le vuelven a sacar buenos cuartos a la ribera. Como el pantano está vacío, se han hecho grupos de vecinos y lo siembran de pipas, y sin abono ni trabajo casi, este año nadie sabe lo que se va a subir de allí. Claro, que son de todo el pueblo y tampoco pueden tocar a mucho; pero la tierra esa donde estuvo el agua tanto tiempo es buenísi­ma.
Olivares de Júcar se dejó escapar tradiciones tan estima­bles como "los mayos", que aquí se cantaron siempre acompañados de acordeón y de almirez, y "la ranra". La ranra era una herman­dad simpática y pintoresca de hombres del pueblo que actuaba exclusiva­mente durante la víspera y los dos primeros días de la fiesta patronal del Santo Niño. Los componentes de la ranra solían vestir con sombrero negro y una flor mientras recorrían las calles del pueblo al son de la pita y del tamboril. Iban armados de trabucos que cargaban por la boca y disparaban en de‑ terminados momentos de la procesión al grito de ¡Viva el dulcísi­mo nombre de Jesús!, mientras que uno de ellos hacía malabarismos corriendo la pesada bandera con un solo brazo. Todo se fue y es de esperar que no para siempre, pues ésta, como muchas más costumbres ancestrales que son parte fundamental de la identidad de un pueblo, podrían volver a enraizar con un mínimo solamente de buena voluntad y de amor al pasado.
‑ Pero no quieren. A los de ahora no los sacas del bar. Menos mal a que el boleo está empezando a funcionar otra vez. Aquí se ha boleado mucho, mucho. Yo creo que el día que falten los cuartos, no van a tener más remedio que volver a lo de antes. Eso de ser todo el mundo millonario no es marcha.
El Tío Saturnino se quedó apurando el tema con otros ancianos a la puerta del bar. Por las calles en sombra las mujeres hacen costura en pequeños corrillos de vecindad y hablan conversaciones ininteligibles, sin mirarse unas a otras. En una de estas calles recónditas está la panadería de los hermanos Augusto y Arturo Domínguez, en donde se hacen, en plan industrial de pequeña empresa, los populares "rolletes", viejo bocado de las navidades olivareñas. Los rolletes fueron en su tiempo parte obligada de la repostería de invierno, de carácter exclusivamen­te local, una golosina casera, saludable, quizás un poco empalagosa a la hora del consumo, que hizo preciso para suplir la tal deficiencia alguna copita de anís en las mañanas anteriores y en las posteriores a la Nochebuena. Ahora, los "rolletes" se hacen durante todo el año y se consumen, por sistema, lejos de su lugar de origen. Así lo contaba Augusto saboreando una de aquellas riquísimas rosquillas que sacó de una de las cajas sobrantes del precintado.
‑ Se llevan muchos los de aquí, sobre todo los que vienen de fuera; pero donde más se llevan es a las tiendas para venderlos, de los pueblos limítrofes y de Madrid.
‑ ¿Tenéis idea de lo que se vende cada año?
‑ Es difícil, pero de doce mil kilos seguro que no baja. Los envasamos en cajas de dos kilos. Lo bueno que tienen es que no se echan a perder, se conservan todo el año como si tal cosa.
‑ ¿Y la gente del pueblo sigue todavía haciéndolos?
‑ Casi no. Las mujeres de aquí saben hacerlos, pero los compran hechos. Para Nochebuena siempre hay dos o tres que vienen y se hacen su cesta, igual que antes, aunque la mayoría prefieren llevarse una caja y cuando se les termina vienen a por otra ¡Ea!.
Desde el horno se llega muy pronto al atrio de la iglesia. Por el pretil se contempla al atardecer uno de los espectáculos a campo abierto más serenos que recuerdo. Dejando a un lado la Vega, que baja desde el poniente siguiendo el cauce de la rambla, el sol alumbra con nítida transparencia, tiñendo de gualda y de violeta la llanura inmensa de campos de cultivo que acabará escapándose de la vista allá, muy lejos, al otro lado del panta­no, en los montes de encinas que ocultan, tras la sombra gris señalada con una recta geométrica­mente perfecta de varios kilóme­tros de extensión, la antigua carretera general y el puente sobre el Júcar que, a pesar de los años bajo la superficie de las aguas, sigue sirviendo el paso a los que van y a los que vienen desde la una a la otra parte del rio.
Tenemos a la espalda la portada neoclásica de la iglesia. El templo parroquial de Olivares nos habla de una población numerosa en tiempos que nadie recuerda. Es una iglesia sin historia, sencillamente hermosa, sin más que resaltar que sus tres naves ‑una dividida en capillas‑ y el grandioso retablo mayor que conserva impecable su dorado del XVIII y preside la imagen de Nuestra Señora de la Asunción, titular de la parroquia. En otro retablo menor, muy reciente, al fondo de la primera nave, está la imagen menuda del Santo Niño, quien con su estandarte albo en la mano derecha vela las horas y los días de este simpá­tico pueblo conquense cuyo patronazgo ostenta desde tiempo inmemorial.
Con la caída de la tarde el pueblo comienza a vestirse de fiesta. Las cuadrillas de mozalbetes y de jovencitas quinceañeras se bajan a pasear por las curvas en sombra de la carretera. Muy cerca del cruce de caminos que parten desde Olivares para Madrid y para Cuenca por La Parrilla, las muchachas trabajan en un pequeño taller de tejido, manejando con increíble habilidad los hilos del telar, los nudos de color, la urdimbre y las tijeras en una alfombra palaciega que acabara, si no hay quien dé más, en los salones de cualquier potentado de la Wall Street o en la modesta residencia de alguno ‑vaya usted a saber‑ de los sacrifi­cados padres de la Patria.
‑ Trabajamos para una casa que no nos paga casi nada, pero las chicas, antes que marcharse a servir, prefieren quedarse en el pueblo haciendo esto. No merece la pena.
En las eras, los montones de trigo empiezan a confundirse entre los olmos oscuros y las luces mortecinas de la tarde. El sol alumbra enrojecido, como un disco enorme colocado sobre los llanos de la Lastra. Las piedras del campana­rio y el Cerro de los Muertos reciben los últimos rayos color naranja, y el pueblo se pierde por fin en la penumbra, salpicado de lámparas en las esquinas, de cara a la noche.
(Revista OLCADES. Cuenca)

miércoles, 21 de enero de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA ( II)


(continaución)


LA ALMARCHA: MORADA DEL DIOS AIRON

El asfalto de la general de Valencia exhala unos gases pastosos con el calor de agosto. Diríase que la moderna civiliza­ción ha sustituido con este vaho las polvaredas cervantinas de antaño en los caminos de la Mancha. Una importante instalación metálica, dedicada a la transformación y almacenado de las semillas de girasol, nos abre las puertas del pueblo. Los nuevos estableci­mientos hoteleros a que dio lugar la venida de la carretera, están comenzando a recibir gentes de paso que llegan en camión y en automóviles de la más dispar procedencia. La Almarcha, fundada por los árabes sobre un poblado romano ya existente, es ante todo un pueblo agrícola, un pueblo que en ningún momento llegó a perder el tren de los modernos sistemas y cuenta hoy, como consecuen­cia, con una economía saneada y un porvenir seguro a corto y a largo plazo.


Hurgar en la historia de La Almarcha es perderse en el último rincón de la noche de los tiempos. Motivos fundados hay para pensar que esta zona de la Mancha fue asiento para la tribu celtíbera de los Usetanos, incondicionales del dios Airón, cuya morada creyeron estaba en el fondo del pozo que todavía lleva su nombre. No obstante, por cuanto a épocas certeras que de algún modo hayan podido tener relación con éste o con aquel aconteci­miento, La Almarcha sigue el ritmo de la historia al compás que le marcó la villa madre, El Castillo, a cuyas tierras perteneció hasta 1672 en que le fue posible la ansiada indepen­dencia por real privilegio de doña Mariana de Austria, viuda regente de Felipe IV.
Al llegar a La Almarcha uno se encuentra con un pueblo típicamente manchego, de casas bajas, de patios amplios a los que se entra después de atravesar unas portonas enormes, cubiertas casi todas ellas por el característico tejadillo que vimos tantas veces en las ilustraciones de aquellos volúmenes infantiles del Quijote. Los escudos familiares en piedra noble vuelven a presi­dir, con idénticos motivos heráldicos, las paredes encaladas de varias casonas del pueblo. Sobre una de estas fachadas, enjalbe­gada con un blanco de cal fortísimo que el sol devuelve a los ojos, hay una placa oscura que recuerda el nacimiento del insigne escritor y diputado en Cortes don José Torres Mena, autor del libro "Noticias Conquenses" publicado hace más de cien años. Por una calleja empinada se llega a la escalinata que sube hasta la iglesia. Dos mujeres llenan pacientemen­te sus vasijas en el grifo de una fuente pública.
‑ La sequía ¿Verdad?
‑ Si señor; ahora es que nos la cortan.
‑ ¿Podrían decirme por donde se va hasta el Pozo Airón?
‑ Pues mire, baje usted hasta la plaza y siga por el camino de la ermita de San Bartolomé, que allí lo tiene detrás de un cerro pequeño.
‑ Aquel agua será mala, ¿no?
‑ Para beber sí es mala, pero va muy bien para cosa de epidemias de la piel, de los ojos y eso. Este año puede que esté más bajo.
La distancia es mínima hasta el Pozo Airón. Desde las afueras del pueblo se ve cómo los remolques de los agricultores, cargados de trigo, aguardan su turno en la explanada del silo. Nos sale al paso a la izquierda del camino la ermita blanca de San Bartolomé, en el lugar mismo donde cuenta la tradición que el apóstol se apareció sobre una zarza a cierto pastor que apacenta­ba por aquellos contornos. Los almarcheños celebran cada verano con singular júbilo las fiestas en su honor, y le honran desde hace siglos en este tranquilo lugar al que suelen acercarse con frecuencia.
La laguna aparece muy pronto, al pie de un cerrillo de tierras rojizas y yeso cristalizado en donde crece la aliaga, dando vista a la fertilísima llanura de Los Ardalejos. El Pozo Airón tiene una superficie no mayor a la de una plaza de toros, bordeado en sus orillas por matorrales que favoreció la humedad. La leyenda habla de que no posee fondo conocido, que no es posible en sus aguas la vida animal y que, como se dijo, sus entrañas fueron habitáculo de añosas deidades presentes todavía en la toponimia del paraje. En su tiempo, el Pozo Airón atrajo el interés personal del emperador Carlos I y del rey Felipe II, quienes llegaron a La Almarcha exprofeso para visitar la laguna; Cervantes lo menciona en el "Viaje al Parnaso", y en su entorno toma cuerpo uno de los romances más populares de la Castilla medieval: la Leyenda de don Bueso. Don Bueso, lugarteniente en La Almarcha del rey moro de Sevilla, fue aquí golpeado en la nuca mortalmente por la más bella mujer de su harén y tragado por las aguas. El Pozo Airón es hoy un lugar olvidado y hasta un poco romántico, en el que los vencejos y las golondrinas bajan a beber en pleno vuelo y viven en sus orillas una especie poco común de las ranas ínfimas, muy curiosas, con membranas interdigitales en sus patas que se tiran al agua asustadas cuando alguien llega.

(Continuará)

martes, 13 de enero de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA ( I )


En el verano del año 1980 me encargó José Luís Muñoz, director de la revista “Olcades” sobre temas conquenses, un trabajo más o menos extenso acerca de Olivares, y un poco de su comarca como pórtico de las tierras manchegas. Se publicaría con el título "De sol a sol donde la Mancha acaba". Lo hice con mucho gusto, y con mucha ilusión, entre otras cosas porque me daba la oportunidad de pasar toda una jornada recorriendo calles, hablando con personas, y aprendiendo cosas de marcado interés con el exclusivo fin de darlo a conocer a los muchos lectores de aquella publicación, no sólo de Cuenca, sino del resto de España y de otros lugares del mundo donde haya conquenses; es decir, en todas partes.
Han pasado más de veintiocho años desde entonces, demasiado tiempo como para que las cosas, las situaciones y las personas, no hayamos cambiado bastante. Algunas de las buenas gentes con las que me encontré, ni siquiera viven.
“Olcades” se publicaría después en tres tomos, y en forma de libro que me gusta conservar como un verdadero tesoro. Cuenca, su campo, sus pueblos, su historia, las gracias y desgracias de las que nuestra tierra ha sido testigo a través de los tiempos, es algo que produce verdadera pasión el conocerlo.
En la presente página, y en las dos que irán apareciendo en semanas sucesivas, me he propuesto transcribir literalmente íntegro aquel trabajo: El Castillo de Garcimuñoz, La Almarcha, y Olivares como final, fueron el escenario por el que en aquella ocasión transcurrieron mis pasos, que ahora me gusta recordar, y brindar a los posibles lectores en lengua española de todo el mundo a través del blog de nuestro pueblo. Nada mejor.


DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA ( I )

Con el mapa provincial delante de los ojos, el autor de este trabajo se ha tirado al camino para colarse un poco a hurtadillas por la inmensa portona que cierra y que abre los campos de la Mancha. Pudo ser la del alba, o más tarde quizás. La del alba —bien lo sabía el bueno de don Alonso Quijano— es la hora de la Mancha. Es en ese instante preciso del amanecer cuando la universal llanura saca a la luz del día su balumba de hechizos y de encantamientos con profundo olor a mies, bajo un cielo límpido entre grana y azul mar, que limita allá en la lejanía un horizonte monótono, sin variación apenas. Por los caminos polvo­rientos de la Mancha todavía se vislumbra al amanecer la figura estilizada, soñadora, etérea, del Ilustre Hidalgo a lomos de un Rocinante inmate­rial, en espera —quién sabe hasta cuándo— de desfacer el último entuerto que fluyere, antes del final de los tiempos, del alma de su tierra.

EL CASTILLO DE GARCIMUÑOZ: SOMBRA Y LUZ
DE LA LITERATURA CASTELLANA.

Colocado encima de una loma, rodeando con sus casas encala­das la histórica fortaleza del Marqués de Villena, el castillo invita al viajero a dar comienzo aquí, al pie de sus muros, la proyectada andadura que espera le ocupe todas las horas del día hasta la caída del sol. La enorme masa de sillería está sola, sumida para siempre en el sueño inacabable de los siglos. Pesa la piedra noble sobre el otero, contemplando así, una mañana más desde lo alto, el paulatino despertar de la villa. Un perro errabundo mordisquea la piel apelmazada de una cabra muerta que ha conseguido sacar por entre los escombros. Las golondrinas se cuelan en vuelo suave por los ventanales en restauración. Los ancianos más madrugadores van acudiendo a paso lento en busca de la primera sombra del transfor­mador de corrientes.
‑ ¡Ea! Ya tenemos todo hecho ─me dicen─. Nos juntamos aquí todos los días y nos pasamos la mañana hablando de lo que sale, sin meternos con nadie. Por la tarde, cuando el sol se va por aquella otra parte, nosotros nos sentamos detrás.
‑ Buen castillo, sí señor.
‑ ¿No lo había visto nunca? No está mal. Los entendidos dicen que tiene mucha historia. Lo afea un poco la piedra que le están poniendo en las ventanas. Yo creo que le debían dar algo para que pareciese viejo ¿No le parece a usted?
‑ ¿Lo suelen enseñar a la gente?
‑ Hombre, si busca al señor cura y se lo quiere enseñar, entonces lo podrá ver. Lo de allá es la iglesia y esta otra parte está ahora vacía; antes teníamos aquí el cementerio. Cuando las excavaciones encontraron debajo cimientos y ajuares de cuando los moros.
Dejando a un lado las tremendas proporciones de la fortale­za, que ya por sí sola justifica la presencia del visitante, el castillo conserva incólume el recuerdo vivo del poeta de las Coplas, como así reza una lápida adosada a la puerta principal, y que fue erigida en 1944 por la Real Academia Española a expensas y por iniciativa del Duque de Alba. Sobre el mármol rojo, situada a la derecha de la artística portada del siglo XV, se puede leer:
"RECUERDA CAMINANTE QUE A LAS PUERTAS DE ESTE CASTILLO SE "VINO LA MUERTE" SOBRE EL POETA QUE MEJOR LA HA CANTADO EN NUESTRA LENGUA, EL CAPITAN JORGE MANRIQUE,EN EL AÑO DE MCDLXXVII CUANDO PELEABA POR SU REINA ISABEL LA CATOLICA"
Con un error injustificado a la hora de señalar con fecha la muerte del poeta, que no acaeció según parece en 1477, sino dos años después, peleando como es sabido contra los ejércitos del Marqués de Villena, defensor de la causa de Juana la Beltra­neja, el recuerdo material de los padres de la Lengua perpetúa la memoria del insigne guerrero y del hombre de letras, cuya refe­rencia volverá a ocuparnos en más de una ocasión recorriendo las calles y los alrededores de la villa.
El Castillo de Garcimuñoz entona desde las mil bocas de piedra vieja el bellísimo himno de su nobleza ancestral, de su historia imperecedera. En las calles del pueblo uno acaba por perderse muchos siglos atrás en el tiempo. Aquí, las casonas blasonadas de sillería donde habitaron hombres y familias ilus­tres que nadie recuerda; allá, la sublime filigrana artesanal de hierro forjado que cubre las ventanas, buscando como remate las más finas alusiones a la fe, a las artes o a la guerra. Por la calle Mayor sube una señora pregonando a toque de trompeta la mercancía con la que acaba de arribar el furgón de un vendedor ambulante.
‑ ¡Fruta de todas clases y pescado en la Plaza del Horno!, ¡Está fresca, mujeres, está fresca!
En una tiendecilla que es a la vez estanco, en la calle Mayor, me indican dónde puedo ver a don Teodoro. El cura me recibe en su casa y me hace sentar al lado de una mesa llena de libros. Don Teodoro Bonilla es un hombre estudioso que dedica una parte considerable de su tiempo a la investigación histórica y literaria en torno al enclave en donde vive. En la mesa redonda de don Teodoro hay, entre un montón de libros, de documentos y de recortes de prensa, distintas ediciones de "El Conde Lucanor". A don Teodoro no le gusta, me di cuenta enseguida, que el periodis­ta ignore tan impunemente la relación personal con el Castillo del propio autor del "Libro de Patronio".
‑ No, no, no. Ese es el peor mal que tenemos los castellanos. Si en vez de ser aquí hubiera sido en Cataluña donde vivió don Juan Manuel, estoy seguro de que ahora mismo tendría un monumento en cada pueblo.
‑ Quiere usted decir que el Infante pasó por aquí.
‑ Quiero decir que estuvo aquí y que vivió más de treinta años en el Castillo; los más importantes, por cierto, de toda su producción literaria. Lo que me llevó a defender la teoría de que "El Conde Lucanor" se escribió en este pueblo, cosa que hasta el momento nadie me ha rebatido. Aquí tuvo su casa y aquí pasó más de la mitad de su vida. Eso se puede demostrar documentalmen­te siempre que se quiera.
‑¿Es que no les parece suficiente el ser éste el lugar de cita entre el poeta Jorge Manrique y su cantada, la muerte?
‑ No, y aún hay más. Don Juan Manuel fundó en su propia casa
un convento en el que estuvieron los Agustinos hasta 1834. Así que, si considera­mos que Fray Luis de León pasase, como lógica­mente debió de ser, muchas temporadas en Belmonte, y siendo éste el convento agustino más cercano, cabe pensar que con frecuencia acudiría también por aquí. De tal manera que, con la relación personal y prolongada de don Juan Manuel, con la muerte de Jorge Manrique, y con la estancia más que posible de Fray Luis en el pueblo, yo creo que todo aquel que quiera penetrar un poco en serio en la Literatura Castellana, no tendrá más remedio que pasar por aquí.
Fue la noble villa manchega cabeza de una zona extensísima de tierras y de pueblos que el rey Alfonso VIII de Castilla conquistó para la cristiandad en 1177, a la vez que tomaba posesión por las armas de la que ahora es capital de provincia. Don Teodoro me acompañó por algunos de los lugares más significa­tivos y me fue explicando gentilmente, sobre la marcha, pormeno­res de lo que en su día debieron ser aquellos retazos de historia antigua que, en piedra sobre todo, cuando no en el recuerdo solamente, son testigos mudos de tanta gloria pasada.
Aquí estuvo también el gran Jamete, el del famoso arco de la catedral de Cuenca. Estando aquí, recibió Jamete por medio de un cura francés varios libros del propio Erasmo. Aún queda por ahí destrozada alguna escultura que lo recuerda.
‑ ¿Cómo fue el instalar la iglesia en medio del castillo?
‑ Bueno, aquello fue para cubrir una necesidad que surgió al hundirse la primitiva iglesia de San Juan en el año 1630. Aquel arco que se ve allá lejos es lo único que se conserva de ella. Después se edificó la nueva aprovechando parte del castillo a finales del XVII, aunque no se inauguró hasta el siete de junio de mil setecientos ocho.
En la parte de fortaleza que el templo deja libre, detrás siempre del muro que delimita la iglesia, se ven los restos de una antigua alcazaba árabe sobre la que, sin duda, debió cons­truirse el castillo. Hasta 1975 fue aquella escueta superficie de terreno el cementerio municipal, donde, durante los últimos siglos, los muertos fueron encontrando su cobijo definitivo entre piedras morunas o en los ventanales y en las oquedades del grueso murallón.
La antigua iglesia de San Juan estaba situada en un alcor desde el que se domina un magnífico panorama de campo abierto, variadísimo, y la vista general del pueblo en sentido opuesto a través de una curiosa ojiva, todavía en pie, reliquia de la primitiva iglesia.
‑ Desde aquí se distinguen perfectamente lo que fueron los dos barrios en la Edad Media: el moro y el judío. Aquellas pare‑ des de sillería que se ven por encima pertenecieron a la casa y a la iglesia de don Juan Manuel. Aún quedan los argos del claustro.
A estas alturas de la provincia de Cuenca pisamos tierra de transición entre la vertiente Mediterránea, cuyas aguas se encarga de recoger el vecino Júcar, y la Atlántica, a la que sur‑ te el Záncara que podríamos encontrar a cuatro leguas, poco más, de paso hacia la Alberca. Por el camino de la Nava se llega muy pronto al monolito que marca, según la creencia popular ‑no la de los estudiosos que parece ser se inclinan por las mismas puertas del castillo‑ el sitio exacto donde fue herido de muerte Jorge Manrique. El hecho se recuerda al borde del camino con un sencillo monumento de piedra labrada y una cruz de hierro asida al muro. Hay en la base del altar que le sirve de peana un hueco en el que se guardó al principio de ser construido un ejemplar impreso de las Coplas a la muerte de su padre, para que el caminante dedicase, tras su lectura, unos minutos siquiera a considerar la fugacidad de la vida terrena y la importancia de conseguir con buen tino la otra que viene después, más allá de la muerte.
‑ ¿Le gusta? Ahí dicen que mataron a uno.
‑ Ya, ya. Pues no sabía yo que tenían aquí esto.
‑ Se llamaba don Jorge. Según oídas debía ser un señor muy importante, que hacía poesías y cosas de esas. Creo que le pegaron un lanzazo y se fue a morir por allá, por la parte de Santa María.
El simpático campesino de El Castillo siguió caminando con su cargamento de matas de garbanzos a lomo de una burrilla gris, retozona, satisfecho de haber sabido estar a la altura de las circunstancias, de haber sabido servir como es debido al viajero que continúa allí, sentado a la sombra del monolito, encerrado en sí mismo, con la mirada fija en las tierras de labor y en los olivares que se tuestan alineados al sol del mediodía.
(Continuará)

miércoles, 7 de enero de 2009

RECUERDOS DE UNA DÉCADA (y II)


(Continuación)
Hacia el verano de 1950 un acontecimiento tristísimo llenó al pueblo de dolor y de conmoción a toda la comarca, pues en el corto espacio de dos meses murieron de sarampión veintiocho niños, lo que supuso una marca profunda de pena para tantas familias oliva­reñas que aún evocan con inmenso cariño a tantas criaturas como la muerte se llevó en época bien temprana. Quiero recordar a ciertas familias en las que fallecieron tres de sus hijos.
Ya bien metidos en los años cincuenta nos trajeron el cine de una manera fija y permanente. Durante los fines de semana se ofrecía al vecindario la oportunidad de ver en pantalla algunas de las películas ya estrenadas en los cines de Madrid. Todo un acontecimiento que, sin duda, contribuyó en parte a escapar de nuestras más viejas y arraigadas costumbres.
Mientras tanto los chiquillos seguíamos jugando a las buchas, al trompo, a los porritentes, al escondecorreas, a la ciminicerra, al fin derecho, al ruiceluno, al calinche..., y las chicas a los pitos o a los alfile­res arrastrando las uñas por el cemento de las aceras, juegos que requerían poco desembolso y que, si el gasto era preciso, pagába­mos con frendis y con capones, o llevando acuestas al ganador de una a otra esquina de la calle. Los mozos se diver­tían jugando a la pelota en el frontón del Lejío o hacien­do rular el hierro en el camino del Boleo. Los hombres mayores, por su parte, le daban a la media azumbre de tintorro con cacahue­tes y pellejos de bacalao en las tabernas de la Vicenta y de Julio Valera, cuando no en los bares de la Carre­tera tomando café y refrescos de jarabe dulzón los más al corrien­te de la vida moder­na. Las mujeres, ¡póbreci­tas ellas!, se dis­traían a veces jugando a las cartas o en eterna conversación en tertulia de aceras viendo quien pasa. Durante las largas trasno­chadas del invierno, quienes tenían aparato mataban las horas escuchando los programas de discos dedicados que se emitían desde Radio Andorra, o los sonoros concursos de Radio Madrid que presen­taron aquellos astros de la locución Boby Deglané y José Luis Pecker. Las radionovelas de la tarde fueron por entonces un valioso entretenimiento para las sufridas señoras y jovencitas del pueblo.
La Navidad tuvo por estos años la categoría de fiesta fami­liar con la más profunda raíz. Fueron días en los que la amistad mutua marcaba las cotas más altas entre la gente del pueblo, sobre todo entre la juventud. Las cuadrillas de mozos trasnochaban en las tabernas, deambulaban de casa en casa, muchas veces con música de acordeón recorriendo las calles, para volverse a tomar -por supuesto que sin necesidad por parte de nadie- una copilla de anís y un par de rolletes, cuando no algún chorizo de la matanza con vino y pan si la cosa rayaba a niveles de seriedad todavía más altos. Los rolletes, qué duda cabe, fueron la estrella de nuestra repostería navideña. Nadie, como en todo lo que realmente merece la pena, podría darnos noticia de su origen, si bien sabemos que es un producto exclusivamente olivareño.
A partir de 1954, cuando la subida de las aguas del pantano fue para el pueblo y para sus habitantes, no una quimera, sino una palpable realidad irreversible, Olivares vio marcharse a tierras lejanas una buena parte de su población de derecho. Comenzaron a cerrarse puertas en muchas calles; espec­táculo lamentable que, hasta que llegó el momento, siempre consideramos lejano. El pueblo comenzó a declinar. Los que aquí quedaron se vieron comprometidos en la tremenda tesitura de mecanizar las tareas agrícolas, huyendo definitivamente de los viejos sistemas bajo amenaza de sucumbir. La sociedad de consumo no había llegado, pero comenzaba a vislum­brarse. En 1958 instalaron las primeras televisiones en los bares del pueblo. De ahí en adelante, qué decir, para qué hablar, es algo que con datos más o menos comple­tos casi todos conocemos. Y así hasta hoy, cuando vemos, no sin asombro por parte de quienes vivimos fuera, que nuestro pueblo comienza de nuevo a merecer la pena, que ha tomado plaza de manera segura en el complicado tren del progreso y que, confiamos, pueda entrar sin demasiadas compli­caciones en el previsible maremagnum del tercer milenio. De que ello sea así, han de responsabilizarse como portadores del testigo los más jóvenes.
La fotografía muestra la cúpula de cargado barroco en la Capilla de Cristo de la Nave

jueves, 1 de enero de 2009

RECUERDOS DE UNA DÉCADA ( I )


No es sólo ésta a la que me refiero en el presente capítu­lo la época de mayor interés que ha vivido el pueblo a lo largo del presente siglo; sí, en cambio, la que yo viví en él con mayor intensidad. Hubo un tiempo en el que Olivares debió de ser un pueblo activo y de feliz convivencia, un pueblo en el que la gente hubo de sentirse a gusto, pese a las privaciones impuestas por la época, y en donde las actividades de tipo cultural (música y teatro sobre todo) debieron de sonar al mismo ritmo del corazón del pueblo. De ese tiempo dejó testimonio gráfico abundante, en centenares de fotografías tomadas durante la primera mitad de los años treinta, un olivareño muy singular, don Quinciano Guijarro, maestro, hombre pulcro y elegante, de cuya producción en el entonces primerizo arte de la fotografía se ofrecen en este libro algunas muestras de incalculable valor. El tiempo -que rara vez juega en favor de la persona- acaba con todo, y buena cosa será detenerlo, aunque sea con violencia, por medio de la palabra y de la imagen.
Malamente acababan de transcurrir aquellos que la gente mayor todavía conoce como los años del hambre. Era preciso moler el trigo a escondidas para tener pan; que sacar el aceite de la propia cosecha por sistemas rudimentarios, pisando los sacos de aceituna a deshora de la noche, prácticamente a oscuras y en el silencio de las cuadras, de los jaraíces, de las cuevas y de otros lugares cerrados en los que nadie pudiera sospechar el "fraude"; que comer -quienes tenían para ello- bajo la impresión de que se cometía un delito... Eran los tiempos del estraperlo, del ocul­tismo hermético por sobrevivir, y de los maquis, asaltadores de campos y caminos que, por estas tierras de Cuenca y de otras provincias limítrofes, asentaron con preferencia su centro de operación.
Ya por el año 1947 lentamente, muy lentamente, las penosas secuelas de la Guerra Civil se fueron suavizando. Olivares comenzó a levantar cabeza y a renacer de aquella dolorosa situación a fuerza de privaciones, de trabajo, del sudor de sus gentes, y, desde luego, con la generosa colaboración de aquellos campos que a un lado y al otro de los cauces del Júcar, aguas arriba y aguas abajo del puente de la carretera, todavía recordamos con nostalgia y añoramos como un bien infinito que se marchó para siempre: nuestras huertas, el único medio de vida para tantas familias que, con la subida de las aguas del pantano, se vieron obligadas a emigrar, dejando al pueblo, en el corto espacio de una docena de años, reducido a la mitad de su censo: Valencia, el País Vasco, Madrid, Cuenca y Barcelona -quizás en ese orden-, se convirtieron en tierras de recepción para cientos de olivareños que hubieron de marchar cuando la ribera desapareció bajo las aguas del embal­se. Hoy uno lo lamenta con todo el dolor de su alma; no son pelillos a la mar, pues ante la palpable realidad de aquellos parajes desolados, sólo cabe una verdad visible y contrastable: al final, el pueblo se quedó sin lo uno y sin lo otro, sin la riqueza en frutas y hortalizas de aquellos cultivos, y sin las demás posibilidades turísticas que hubieran podido surgir en torno a las aguas del pantano, si éstas se hubieran mantenido en los mismos niveles o similares a los que tuvo cuando el agua subió por primera y única vez en toda su historia.
Durante aquellos años Olivares fue un pueblo amenazado, pero alegre, palpitante y con deseos de vivir. Si en el aspecto econó­mico se desenvolvía al mismo ritmo que los demás lugares de su entorno, también es cierto que el problema de la alimentación lo tenía prácticamente resuelto con la ayuda de la ribera, servicio del que carecían los demás. El agua para beber tampoco llegó a faltar, pues "El Pozo", justo en el bajo que ahora ocupa la moderna ermita de San Isidro, fue capaz de llenar, uno a uno, todos los miles de cántaros que para el consumo humano fueron precisos, y no para el consumo animal salvo en casos extremos, que para ello buen servicio prestaron los abrevaderos del Pilar y de la fuente de las Palomas, en donde hubo ocasiones en las que las mulas debían turnarse para beber al bajar de las eras o regresar del campo en tiempo de labranza.
Las fiestas patronales del Santo Niño eran un acontecimiento ansiado por todo el vecindario. Duraban tres o cuatro días, con toros incluidos. El baile para la juventud se celebraba en la plaza de la gasolinera, ampliándose la capacidad del salón con unos tableros a manera de cercado en el que todos tuvimos nuestro sitio. Un acordeón, un saxofón y una batería, fueron la orquesta incomparable de cada tarde y de cada noche. Los mambos de Pérez Prado, los chachachás de Xavier Cugat y los boleros sudamericanos, eran la novedad en cada fiesta. No había dinero, y era preciso rayar al máximo la diversión con el mínimo de gastos, y a fe que ello se conseguía.
Los viajes -que tan sólo movían a la gente en ocasiones y en circunstancias bien justificadas- se hacían preferentemente en el coche de Rosito, que funcionaba como único vehículo al servicio público, donde, con un poco de suerte, se solían "acomo­dar" nueve personas, y, desde luego, en la Catalana y en la Taranconera, cuando los viajes se hacían a Cuenca o Motilla-Taran­cón y no había personal suficiente para completar un viaje con el taxista local don Sebastián Cantero, de tan feliz recuerdo. Lo de Auto-Res y otras empresas todavía en vigor llegaría más tarde.
Escuelas de niños había cinco: dos de chicos, dos de chicas y una de párvulos, con una matrícula total en torno a los 180 alumnos repartidos entre los cuatro y los catorce años. Don Inocente Moya, doña Candelaria Pueyo, doña Magdalena Orozco, don Miguel Pérez, don Eulogio Jiménez y don Leovigildo Martínez, son nombres de maestros que en el pueblo dejaron profunda huella. Fueron así mismo personajes destacados del funcionariado de nuestro pueblo por aquellos años don Eusebio Belinchón el médico, don Maximino León el veterinario, don Tomás Guijarro el cura, y don José Belinchón el secretario de Ayuntamiento, con Félix Belinchón, su auxiliar durante tanto tiempo. Julián Domínguez, el cartero, y los alguaciles Juan Díaz "Gambeta" y Juan Domínguez "El Manco", son perso­nas a inscribir en la lista de servidores inolvidables por aquella época.
(Continuará)
- En la fotografía mi primo Rafa y yo en la escuela de párvulos de doña Magadalena. Rafa había pasado algunos días antes por la peluquería del Tío Tomás Perdiz. El pelo al rape no es un invento nuevo.