jueves, 1 de enero de 2009

RECUERDOS DE UNA DÉCADA ( I )


No es sólo ésta a la que me refiero en el presente capítu­lo la época de mayor interés que ha vivido el pueblo a lo largo del presente siglo; sí, en cambio, la que yo viví en él con mayor intensidad. Hubo un tiempo en el que Olivares debió de ser un pueblo activo y de feliz convivencia, un pueblo en el que la gente hubo de sentirse a gusto, pese a las privaciones impuestas por la época, y en donde las actividades de tipo cultural (música y teatro sobre todo) debieron de sonar al mismo ritmo del corazón del pueblo. De ese tiempo dejó testimonio gráfico abundante, en centenares de fotografías tomadas durante la primera mitad de los años treinta, un olivareño muy singular, don Quinciano Guijarro, maestro, hombre pulcro y elegante, de cuya producción en el entonces primerizo arte de la fotografía se ofrecen en este libro algunas muestras de incalculable valor. El tiempo -que rara vez juega en favor de la persona- acaba con todo, y buena cosa será detenerlo, aunque sea con violencia, por medio de la palabra y de la imagen.
Malamente acababan de transcurrir aquellos que la gente mayor todavía conoce como los años del hambre. Era preciso moler el trigo a escondidas para tener pan; que sacar el aceite de la propia cosecha por sistemas rudimentarios, pisando los sacos de aceituna a deshora de la noche, prácticamente a oscuras y en el silencio de las cuadras, de los jaraíces, de las cuevas y de otros lugares cerrados en los que nadie pudiera sospechar el "fraude"; que comer -quienes tenían para ello- bajo la impresión de que se cometía un delito... Eran los tiempos del estraperlo, del ocul­tismo hermético por sobrevivir, y de los maquis, asaltadores de campos y caminos que, por estas tierras de Cuenca y de otras provincias limítrofes, asentaron con preferencia su centro de operación.
Ya por el año 1947 lentamente, muy lentamente, las penosas secuelas de la Guerra Civil se fueron suavizando. Olivares comenzó a levantar cabeza y a renacer de aquella dolorosa situación a fuerza de privaciones, de trabajo, del sudor de sus gentes, y, desde luego, con la generosa colaboración de aquellos campos que a un lado y al otro de los cauces del Júcar, aguas arriba y aguas abajo del puente de la carretera, todavía recordamos con nostalgia y añoramos como un bien infinito que se marchó para siempre: nuestras huertas, el único medio de vida para tantas familias que, con la subida de las aguas del pantano, se vieron obligadas a emigrar, dejando al pueblo, en el corto espacio de una docena de años, reducido a la mitad de su censo: Valencia, el País Vasco, Madrid, Cuenca y Barcelona -quizás en ese orden-, se convirtieron en tierras de recepción para cientos de olivareños que hubieron de marchar cuando la ribera desapareció bajo las aguas del embal­se. Hoy uno lo lamenta con todo el dolor de su alma; no son pelillos a la mar, pues ante la palpable realidad de aquellos parajes desolados, sólo cabe una verdad visible y contrastable: al final, el pueblo se quedó sin lo uno y sin lo otro, sin la riqueza en frutas y hortalizas de aquellos cultivos, y sin las demás posibilidades turísticas que hubieran podido surgir en torno a las aguas del pantano, si éstas se hubieran mantenido en los mismos niveles o similares a los que tuvo cuando el agua subió por primera y única vez en toda su historia.
Durante aquellos años Olivares fue un pueblo amenazado, pero alegre, palpitante y con deseos de vivir. Si en el aspecto econó­mico se desenvolvía al mismo ritmo que los demás lugares de su entorno, también es cierto que el problema de la alimentación lo tenía prácticamente resuelto con la ayuda de la ribera, servicio del que carecían los demás. El agua para beber tampoco llegó a faltar, pues "El Pozo", justo en el bajo que ahora ocupa la moderna ermita de San Isidro, fue capaz de llenar, uno a uno, todos los miles de cántaros que para el consumo humano fueron precisos, y no para el consumo animal salvo en casos extremos, que para ello buen servicio prestaron los abrevaderos del Pilar y de la fuente de las Palomas, en donde hubo ocasiones en las que las mulas debían turnarse para beber al bajar de las eras o regresar del campo en tiempo de labranza.
Las fiestas patronales del Santo Niño eran un acontecimiento ansiado por todo el vecindario. Duraban tres o cuatro días, con toros incluidos. El baile para la juventud se celebraba en la plaza de la gasolinera, ampliándose la capacidad del salón con unos tableros a manera de cercado en el que todos tuvimos nuestro sitio. Un acordeón, un saxofón y una batería, fueron la orquesta incomparable de cada tarde y de cada noche. Los mambos de Pérez Prado, los chachachás de Xavier Cugat y los boleros sudamericanos, eran la novedad en cada fiesta. No había dinero, y era preciso rayar al máximo la diversión con el mínimo de gastos, y a fe que ello se conseguía.
Los viajes -que tan sólo movían a la gente en ocasiones y en circunstancias bien justificadas- se hacían preferentemente en el coche de Rosito, que funcionaba como único vehículo al servicio público, donde, con un poco de suerte, se solían "acomo­dar" nueve personas, y, desde luego, en la Catalana y en la Taranconera, cuando los viajes se hacían a Cuenca o Motilla-Taran­cón y no había personal suficiente para completar un viaje con el taxista local don Sebastián Cantero, de tan feliz recuerdo. Lo de Auto-Res y otras empresas todavía en vigor llegaría más tarde.
Escuelas de niños había cinco: dos de chicos, dos de chicas y una de párvulos, con una matrícula total en torno a los 180 alumnos repartidos entre los cuatro y los catorce años. Don Inocente Moya, doña Candelaria Pueyo, doña Magdalena Orozco, don Miguel Pérez, don Eulogio Jiménez y don Leovigildo Martínez, son nombres de maestros que en el pueblo dejaron profunda huella. Fueron así mismo personajes destacados del funcionariado de nuestro pueblo por aquellos años don Eusebio Belinchón el médico, don Maximino León el veterinario, don Tomás Guijarro el cura, y don José Belinchón el secretario de Ayuntamiento, con Félix Belinchón, su auxiliar durante tanto tiempo. Julián Domínguez, el cartero, y los alguaciles Juan Díaz "Gambeta" y Juan Domínguez "El Manco", son perso­nas a inscribir en la lista de servidores inolvidables por aquella época.
(Continuará)
- En la fotografía mi primo Rafa y yo en la escuela de párvulos de doña Magadalena. Rafa había pasado algunos días antes por la peluquería del Tío Tomás Perdiz. El pelo al rape no es un invento nuevo.

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