martes, 15 de diciembre de 2009

LA NEVADA DEL SIGLO




Al decir del siglo me refiero al siglo en que ahora estamos; porque muchos de nosotros las recordamos todavía mayores. De todas formas es digno de celebrar el detalle que el tiempo atmosférico tuvo ayer con nuestro pueblo. Estoy seguro de que los menores de cuarenta años no recuerdan una nevada así. Treinta centímetros de altura en medio del Lejío.


Pilar Aranguren, a la que agradezco estos detalles que tiene con el blog, me ha envíado algunas fotografías que supongo tomaría ayer, día 14. De ellas he elegido, para que los olivareños que no viven allí puedan darse una idea de cómo está el pueblo, las dos que me han parecido más expresivas: rincón de un parque, y el Barranco del Pilar.

jueves, 10 de diciembre de 2009

LAS HOGUERAS DE SANTA BÁRBARA




Buena cosa es que se vayan recuperando algunas de nuestras costumbres perdidas, escalas festivas de tiempo inmemorial que durante las últimas décadas del siglo XX fueron desapareciendo, a la par que la modernidad iba ocupando su sitio y las buenas gentes de los pueblos tuvieron que huir a otras tierras en busca de mejores horizontes para el futuro. En Olivares hubo mucha devoción a Santa Bárbara. Recuerdo que se celebraba, allá por los años cuarenta y cincuenta, con misa, procesión, y baile por la noche.

La noche de Santa Barbára (del 3 al 4 de diciembre) fue la más jolgoriosa de las fiestas de invierno. Se quemaba en las calles de los distintos barrios todo aquel volumen de matas secas que durante más de un mes los chicos conseguíamos recoger por los huertos, ardían las sillas y objetos en desuso que la gente guardaba a lo largo del año para quemar esa noche, y los botillos viejos de vino, los neumáticos de los coches, y todo lo que fuera capaz de arder encontraban en la media noche su glorioso final
Los mozos saltaban por encima de la hoguera al grito de ¡Viva Santa Bárbara Bendita!
Por fortuna son varias las hogueras que de un tiempo a hoy vuelven a iluminar en la noche de diciembre las calles y las plazas de nuestro pueblo. Pilar Aranguren ha tenido el bonito gesto de mandarme fotografías de la hoguera que este año ardió en el barrio del Calvario. Debió de ser un espectáculo impresionante y muy alegre en la noche fría, allá por la zona más alta del pueblo. Funcionarían, ¡qué decir!, la pitanza abundante y nutritiva rememorando las viejas costumbres, los vasos de cubata, de zurra, y las copas de coñac y de anís, como en los buenos tiempos, para hacer frente a las circunstancias.
Por mi parte cumplo con el deber de llevar la noticia al mundo; pues son más de un centenar las personas que nos siguen no sólo desde el nuestro, sino desde otros países de la tierra.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

NUESTROS JUEGOS (III): "LA CÍMINICERRA"


La “Címinicerra” era otro de nuestros juegos que al menos por lo que tiene de gracioso y de poco común, conviene sacar del olvido, procurando que prevalezca aunque ya nadie lo juegue, en el saber popular de generaciones actuales y venideras. De los que hoy vivimos, es muy probable que para los menores de cuarenta años, incluso aun mayores, resulte novedoso. Lo considero, sin duda, como el más nuestro de todos los juegos infantiles; pues no tengo noticia de que en su pureza olivareña, o con alguna posible variante de matiz, se haya llegado a practicar en ninguna otra parte. Es además un juego de muchachos, algo brutote, pero que tiene hasta cierta gracia; y así recuerdo con agrado haber jugado a él tantas veces en aquellos atardeceres y trasnochadas tan añorados de nuestros barrios.
En la “Címinicerra” el que se quedaba, tenía absoluto poder, mucho más que un árbitro de fútbol, porque no estaba sujeto a ningún tipo de reglamento.
Se jugaba así:

Un grupo de chavales, los que hubiera, cuatro o seis, y una correa de las de vestir que solíamos pedir a los abuelos, es todo lo que se necesitaba para empezar el juego.
Uno de los muchachos, el que “se quedaba”: dirigía el juego, para entendernos, cogía con una mano el extremo libre de la correa. Los demás, la sujetaban todos del otro extremo en donde estaba la hebilla. El que dirigía el juego, lo hacía con esta frase:

Címinicerra, panza de perra,
en mi huerto hay un arbolito
de alto, de alto…, así de alto.

Y señalaba con la mano libre la altura sobre el suelo de la planta en la que acababa de pensar. Entonces, sin orden ni preferencias de turno, a grito vivo, el resto de los jugadores empezaban a decir nombres de plantas, que ellos consideraban pudiesen tener esa altura.
- ¡La lechuga!
- ¡No es la lechuga
- ¡La col!
- ¡No es la col!
- ¡La patata!
- ¡No es la patata!
- ¡Las zanahorias!
- ¡No es las zanahorias!
- ¡Las habichuelas!
Y sonaba, todavía más fuerte, la voz del que manda…
- ¡¡¡habichuelazos!!!
Entonces salían todos de estampida, perseguidos por el afortunado que acertó, y que corría tras ellos sacudiendo correazos a diestro y siniestro.
Cuando el director consideraba que se encontraban lo suficientemente lejos, volvía a gritar:
- ¡¡¡A la pelala!!!
Momento aquel en el que todos se volvían contra el de la correa, y si lo pillaban, le revolvían los pelos de la cabeza, lo tiraban al suelo, hasta que la criatura conseguía llegar al sitio de salida, sofocado y sudoroso, para empezar otra vez.
Entre las plantas de marras que más solían aparecer, estaba un arbolito de alto “al ras del suelo”. Cuando ello ocurría, se adivinaba siempre a la primera. Era la correhuela o corregüela, que para nosotros era la correduela.