jueves, 3 de diciembre de 2015

"CUADERNO DE RECUERDOS"


Hace unos meses que terminé de escribir “Cuaderno de recuerdos”, titulo de “mis memorias”, una edición privada, íntima y familiar, de la que sólo he hecho 8 ejemplares para la familia, hijos y demás, y amigos más próximos. Es, como todos los de su especie, algo así como el libro de mi vida durante los primeros setenta y cinco años, del que os dejo un par de páginas de mis años de juventud en Olivares. La foto, mala de solemnidad, nos la hicieron en el Puente de la Vega, y aparecemos en ella, de abajo a arriba: mi primo Rafael Santoyo, Pedro José Bermejo, Honorio García y yo. Supongo que nadie nos reconocerá. Ahí os dejo el texto prometido. 

         «Creo que es éste el momento oportuno para hacer una breve referencia a la vida extraescolar, de vacaciones de verano, en aquellos años de adolescencia, cuando con muy pocos recursos, los quinceañeros teníamos que dar rienda suelta a los impulsos propios de la edad, teniendo en cuenta la situación y las circunstancias particulares de cada uno.
         En aquellos veranos de los años 1953 a 1955, algunos de los mocetes del pueblo con los que más trato solía tener, por motivo de trabajo disfrutaban de menos tiempo libre del que disponía yo. Las tareas de la siega, la recolección, la trilla y los demás quehaceres propios de ese tiempo en el medio rural, tenían ocupados a varios de ellos durante casi todas las horas del día. Para otros, como era mi caso, el compromiso al respecto era más suave, apenas me ocupaba algunas madrugadas, alguna mañana entera también, como “hacedero”, es decir, para alzar con la horca los haces de mies al mozo (Sixto), que se encargaba de ir colocando convenientemente sobre el meriñaque del carro hasta que se completaba la carga; labor que se solía cumplir de buena mañana, para evitar los fuertes calores del día. Alguna vez me tocó colaborar en las labores de la era, pero muy poco, de ahí que tuviera muchas horas para disfrutar del verano. Otros, en cambio -caso Pedro Belinchón y alguno más-, no tenían trato alguno con esas faenas, de manera que podían disfrutar libremente de todas las horas del día.
         Con los amigos “menos disponibles” nos solíamos encontrar alguna vez por la calle, sobre todo por las noches en momentos muy concretos, y en las tres fiestas de guardar más importantes del verano, que eran tres: el 18 de julio, el 25 del mismo mes, fiesta de Santiago Apóstol, y el 15 de agosto, solemne celebración de la Asunción de la Virgen. Cuando prácticamente se habían terminado los trabajos más urgentes del verano llegaban las fiestas mayores en honor del Santo Niño, nuestro Patrón, que por entonces tenían lugar el tercer domingo de septiembre, y duraban tres días. Eran unas fechas deseadas por todos, soñadas y preparadas convenientemente para disfrutar de ellas, sobre todo la juventud.
         Muchos de los mocetes y de los jóvenes del pueblo solíamos estrenar traje el día de la fiesta. Compraban el corte, al uso de última hora, nuestras madres en los almacenes de Modesto Abad, en Valverde, y nos los confeccionaba a medida un sastre de Valverde que se llamaba Aurelio. Tomarnos medida, probarlo, ir a recogerlo, era como una liturgia anual que nos obligaba a bajar en bicicleta (28 kilómetros entre ida y vuelta) todos los veranos. Hubo años en los que el enorme acopio de trabajo del sastre, nos obligó a bajar a Valverde en la mañana del mismo día de la fiesta. Regresar al pueblo sudorosos, lavarnos un poco -no había duchas-, plantarnos el traje, y salir en exposición a la hora de misa. Por aquellos años estaban en moda los color gris marengo y verde ike, y los bajos de las perneras lo más estrechos posible, dentro de lo razonable. Los pantalones de campana, es decir, la concepción opuesta, aparecerían una generación después de la nuestra.
         Las tres ocupaciones principales a las que dedicaríamos nuestro tiempo durante las fiestas del Santo Niño eran: la misa y procesión, en donde estrena y lucir nuestros trajes; el baile, como único contacto con las chicas de nuestra edad; y el bar o las tabernas, a los que con cierta moderación éramos bastante aficionados. En las horas intermedias nos bajábamos a pasear por las Arrevueltas, a fumar donde no nos viera nadie. Nos comprábamos a escote entre unos cuantos un paquete de “Ideales” de hebra, que procurábamos nos durase todo el día. Costaba dos pesetas y diez céntimos. Si se trataba de fiestas importantes, como las de Navidad o el Santo Niño, siempre aparecía alguno por allí con un paquete de “Bisonte”, tabaco rubio sin grandes pretensiones, de uso personal y restringido, que costaba seis pesetas y lo solíamos adquirir en el estanco de Valverde.»