Hace unos meses que terminé de escribir
“Cuaderno de recuerdos”, titulo de “mis memorias”, una edición privada, íntima
y familiar, de la que sólo he hecho 8 ejemplares para la familia, hijos y
demás, y amigos más próximos. Es, como todos los de su especie, algo así como
el libro de mi vida durante los primeros setenta y cinco años, del que os dejo
un par de páginas de mis años de juventud en Olivares. La foto, mala de
solemnidad, nos la hicieron en el Puente de la Vega, y aparecemos en ella, de
abajo a arriba: mi primo Rafael Santoyo, Pedro José Bermejo, Honorio García y
yo. Supongo que nadie nos reconocerá. Ahí os dejo el texto prometido.
«Creo que es éste el momento oportuno
para hacer una breve referencia a la vida extraescolar, de vacaciones de
verano, en aquellos años de adolescencia, cuando con muy pocos recursos, los
quinceañeros teníamos que dar rienda suelta a los impulsos propios de la edad,
teniendo en cuenta la situación y las circunstancias particulares de cada uno.
En aquellos veranos de los años 1953 a 1955, algunos de los
mocetes del pueblo con los que más trato solía tener, por motivo de trabajo
disfrutaban de menos tiempo libre del que disponía yo. Las tareas de la siega,
la recolección, la trilla y los demás quehaceres propios de ese tiempo en el
medio rural, tenían ocupados a varios de ellos durante casi todas las horas del
día. Para otros, como era mi caso, el compromiso al respecto era más suave,
apenas me ocupaba algunas madrugadas, alguna mañana entera también, como
“hacedero”, es decir, para alzar con la horca los haces de mies al mozo
(Sixto), que se encargaba de ir colocando convenientemente sobre el meriñaque
del carro hasta que se completaba la carga; labor que se solía cumplir de buena
mañana, para evitar los fuertes calores del día. Alguna vez me tocó colaborar
en las labores de la era, pero muy poco, de ahí que tuviera muchas horas para
disfrutar del verano. Otros, en cambio -caso Pedro Belinchón y alguno más-, no
tenían trato alguno con esas faenas, de manera que podían disfrutar libremente
de todas las horas del día.
Con los amigos “menos disponibles” nos
solíamos encontrar alguna vez por la calle, sobre todo por las noches en
momentos muy concretos, y en las tres fiestas de guardar más importantes del
verano, que eran tres: el 18 de julio, el 25 del mismo mes, fiesta de Santiago
Apóstol, y el 15 de agosto, solemne celebración de la Asunción de la Virgen.
Cuando prácticamente se habían terminado los trabajos más urgentes del verano
llegaban las fiestas mayores en honor del Santo Niño, nuestro Patrón, que por
entonces tenían lugar el tercer domingo de septiembre, y duraban tres días.
Eran unas fechas deseadas por todos, soñadas y preparadas convenientemente para
disfrutar de ellas, sobre todo la juventud.
Muchos de los mocetes y de los jóvenes
del pueblo solíamos estrenar traje el día de la fiesta. Compraban el corte, al
uso de última hora, nuestras madres en los almacenes de Modesto Abad, en
Valverde, y nos los confeccionaba a medida un sastre de Valverde que se llamaba
Aurelio. Tomarnos medida, probarlo, ir a recogerlo, era como una liturgia anual
que nos obligaba a bajar en bicicleta (28 kilómetros entre
ida y vuelta) todos los veranos. Hubo años en los que el enorme acopio de
trabajo del sastre, nos obligó a bajar a Valverde en la mañana del mismo día de
la fiesta. Regresar al pueblo sudorosos, lavarnos un poco -no había duchas-,
plantarnos el traje, y salir en exposición a la hora de misa. Por aquellos años
estaban en moda los color gris marengo y verde ike, y los bajos de las perneras
lo más estrechos posible, dentro de lo razonable. Los pantalones de campana, es
decir, la concepción opuesta, aparecerían una generación después de la nuestra.
Las tres ocupaciones principales a las
que dedicaríamos nuestro tiempo durante las fiestas del Santo Niño eran: la
misa y procesión, en donde estrena y lucir nuestros trajes; el baile, como
único contacto con las chicas de nuestra edad; y el bar o las tabernas, a los
que con cierta moderación éramos bastante aficionados. En las horas intermedias
nos bajábamos a pasear por las Arrevueltas, a fumar donde no nos viera nadie.
Nos comprábamos a escote entre unos cuantos un paquete de “Ideales” de hebra,
que procurábamos nos durase todo el día. Costaba dos pesetas y diez céntimos.
Si se trataba de fiestas importantes, como las de Navidad o el Santo Niño,
siempre aparecía alguno por allí con un paquete de “Bisonte”, tabaco rubio sin
grandes pretensiones, de uso personal y restringido, que costaba seis pesetas y
lo solíamos adquirir en el estanco de Valverde.»
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