viernes, 29 de enero de 2010

UNA DÉCADA PARA EL RECUERDO 1946-1956 (y I I)


(Continuación)

Escuelas de niños había cinco: dos de chicos, dos de chicas y una de párvulos, con una matrícula total en torno a los 180 alumnos, repartidos entre los cuatro y los catorce años. Don Inocente, doña Candelaria, doña Magdalena, don Miguel, don Eulogio y don Leovigildo, son nombres de maestros que en el pueblo dejaron huella por aquellos años. Fueron así mismo personajes destacados del funcionariado local: don Eusebio Belinchón el médico, don Maximino León el veterinario, don Tomás Guijarro el cura, y don José Belinchón el secretario del Ayuntamiento, con Felix Belinchón, su auxiliar durante tanto tiempo. Julián el cartero, y los alguaciles Juan Díaz "Gambeta" y Juan Domínguez "El Manco", son perso­nas a inscribir en la lista de servidores inolvidables.
Hacia el verano de 1950 un acontecimiento tristísimo llenó al pueblo de dolor y de conmoción a toda la comarca, pues en el corto espacio de dos meses murieron de sarampión veintiocho niños, lo que supuso una marca profunda de pena para tantas familias oliva­reñas que aún evocan con inmenso cariño a tantas criaturas como la muerte se llevó en época bien temprana. Quiero recordar a ciertas familias en las que fallecieron hasta tres de sus hijos.
Ya bien metidos en los años cincuenta nos trajeron el cine de una manera estable y permanente. Durante los fines de semana se ofrecía al vecindario la oportunidad de ver en pantalla algunas de las películas ya estrenadas en los cines de Madrid. Todo un acontecimiento que, sin duda, contribuyó en parte a escapar de nuestras más viejas y arraigadas costumbres.
Mientras tanto los chiquillos seguíamos jugando a las buchas, al trompo, a los porritentes, al escondecorreas, a la ciminicerra, al fin derecho, al ruiceluno, al calinche, a las chapas..., y las chicas a los pitos o a los alfile­res arrastrando las uñas por el cemento de las aceras; juegos que requerían poco desembolso y que, si el gasto era preciso, pagába­mos con frendis y con capones, o llevando acuestas al ganador de una a otra esquina de la calle. Los mozos se diver­tían jugando a la pelota en el frontón del Lejío o hacien­do rular el hierro en el camino del Boleo. Los hombres mayores, por su parte, le daban a la media azumbre de tintorro con cacahue­tes y pellejos de bacalao en las tabernas de la Vicenta y de Julio Valera, cuando no en los bares de la Carre­tera tomando café y refrescos de jarabe dulzón, de limón o de fresa, los más al corrien­te de la vida moder­na. Las mujeres, ¡póbreci­tas ellas!, se dis­traían a veces jugando a las cartas, o en eterna conversación en tertulia por las aceras, viendo quien pasa. Durante las largas trasno­chadas del invierno, quienes tenían aparato de radio mataban las horas escuchando los programas de discos dedicados que se emitían desde Radio Andorra, o los sonados concursos de Radio Madrid que presen­taron aquellos astros de la locución Boby Deglané y José Luis Pecker. Las radionovelas de la tarde fueron por entonces un valioso entretenimiento para las sufridas señoras y jovencitas del pueblo.
La Navidad tuvo por estos años la categoría de fiesta fami­liar con la más profunda raíz. Fueron días en los que la mutua amistad marcaba las cotas más altas entre la gente del pueblo, sobre todo entre la juventud. Las cuadrillas de mozos trasnochaban en las tabernas o en los bares, deambulaban de casa en casa, muchas veces con música de acordeón recorriendo las calles, para volverse a tomar -por supuesto que sin necesidad por parte de nadie- una copilla de anís y un par de rolletes, cuando no algún chorizo de la matanza con vino y pan si la cosa rayaba a niveles de seriedad todavía más altos. Los rolletes, qué duda cabe, fueron la estrella de nuestra repostería navideña. Nadie -como en casi todo lo que realmente vale la pena- sabría darnos noticia de su origen, si bien nos consta que es un producto exclusivamente olivareño.
A partir de 1954, cuando la subida de las aguas del pantano fue para el pueblo y para sus habitantes, no una quimera, sino una palpable realidad irreversible, Olivares vio marcharse a tierras lejanas una buena parte de su población de derecho. Comenzaron a cerrarse puertas en muchas calles; espec­táculo lamentable que, hasta que llegó el momento, siempre consideramos lejano. El pueblo comenzó a declinar. Los que aquí quedaron se vieron comprometidos en la tremenda tesitura de mecanizar las tareas agrícolas, huyendo definitivamente de los viejos sistemas bajo amenaza de sucumbir. La sociedad de consumo no había llegado, pero comenzaba a vislum­brarse. En 1958 instalaron las primeras televisiones en los bares del pueblo. De ahí en adelante, qué decir, para qué hablar, es algo que con datos más o menos comple­tos casi todos conocemos.

Y así hasta hoy, cuando vemos, no sin asombro por parte de quienes vivimos fuera, que nuestro pueblo comienza de nuevo a merecer la pena, que ha tomado plaza de manera segura en el complicado tren del progreso y que, confiamos, pueda entrar sin demasiadas compli­caciones en el previsible maremagnum del tercer milenio. De que ello sea así, han de responsabilizarse como portadores del testigo los más jóvenes.


(En la fotografía de Julián Domínguez, el Cartero -año 1954-, íbamos a pedir la llave para la corrida de la Fiesta del Niño: Honorio García, Pedro Díaz, Agustín Beltrán, mi primo Chute, y yo)

domingo, 24 de enero de 2010

UNA DÉCADA PARA EL RECUERDO 1946-1956 ( I )


De mi libro “Olivares de Júcar” -que supongo estará en los domicilios de casi todos los olivareños, tanto residentes como ausentes-, creo que me falta por incluir en el blog el capítulo “Una década para el recuerdo. 1946-1956” Fueron los años de mi niñez y de mi primera juventud. Recuerdos gratos a pesar de las privaciones de la época y de la escasez de todo tipo de medios. Recuerdos felices, a pesar de todo.
(Debido a su extensión lo presento en dos páginas consecutivas”.


"No es sólo ésta a la que me refiero en el presente capítu­lo la época de mayor interés que ha vivido el pueblo a lo largo del presente siglo. Hubo un tiempo en el que Olivares debió ser un pueblo activo y de feliz convivencia, un pueblo en el que la gente hubo de sentirse a gusto, pese a las privaciones impuestas por la época, y en donde las actividades de tipo cultural (música y teatro sobre todo) debieron sonar al mismo ritmo del corazón del pueblo. De ese tiempo dejó testimonio gráfico abundante, en centenares de fotografías tomadas durante la primera mitad de los años treinta, un olivareño muy singular, don Quinciano Guijarro, maestro, hombre pulcro y elegante, de cuya producción en el entonces primerizo arte de la fotografía se ofrecen en este libro algunas muestras de incalculable valor. El tiempo -que rara vez juega en favor de la persona- acaba con todo, y buena cosa será detenerlo, aunque sea forzándolo con violencia, por medio de la palabra y de la imagen.
Malamente acababan de transcurrir aquellos que la gente mayor todavía conoce como los años del hambre. Era preciso moler el trigo a escondidas para tener pan; que sacar el aceite de la propia cosecha por sistemas rudimentarios, pisando los sacos de aceituna a deshora de la noche, prácticamente a oscuras y en el silencio de las cuadras, de los jaraíces, de las cuevas y de otros lugares cerrados en los que nadie pudiera sospechar el "fraude"; pues al comer -quienes tenían para ello- daba la impresión de que se cometía un delito... Eran los tiempos del estraperlo, del ocul­tismo hermético por sobrevivir, y de los maquis, asaltadores de campos y caminos que, por estas tierras de Cuenca y de otras provincias limítrofes, asentaron con preferencia su centro de operación.
Ya por el año 1947 lentamente, muy lentamente, las penosas secuelas de la Guerra Civil se fueron suavizando. Olivares comenzó a levantar cabeza y a renacer de aquella dolorosa situación a fuerza de privaciones, de trabajo, del sudor de sus gentes, y, desde luego, con la generosa colaboración de aquellos campos que a un lado y al otro de los cauces del Júcar, aguas arriba y aguas abajo del puente de la carretera, todavía recordamos con nostalgia y añoramos como un bien infinito que se marchó para siempre: nuestras huertas, el único medio de vida para tantas familias que, con la subida de las aguas del pantano, se vieron obligadas a emigrar, dejando al pueblo, en el corto espacio de una docena de años, reducido a la mitad de su censo: Valencia, el País Vasco, Madrid, Cuenca y Barcelona -quizás en ese orden-, se convirtieron en tierras de recepción para cientos de olivareños que hubieron de marchar cuando la ribera desapareció bajo las aguas del embal­se. Hoy uno lo lamenta con todo el dolor de su alma; no son pelillos a la mar, pues ante la palpable realidad de aquellos parajes desolados, sólo cabe una verdad visible y contrastable: al final, el pueblo se quedó sin lo uno y sin lo otro, sin la riqueza en frutas y hortalizas de aquellos cultivos, y sin las demás posibilidades turísticas que hubieran podido surgir en torno a las aguas del pantano, si éstas se hubieran mantenido en los mismos niveles o similares a los que tuvo cuando el agua subió por primera y única vez en toda su historia.
Durante aquellos años Olivares fue un pueblo amenazado, pero alegre, palpitante y con deseos de vivir. Si en el aspecto econó­mico se desenvolvía al mismo ritmo que los demás lugares de su entorno, también es cierto que el problema de la alimentación lo tenía prácticamente resuelto con la ayuda de la ribera, servicio del que carecían los demás. El agua para beber tampoco llegó a faltar, pues "El Pozo", justo en el bajo que ahora ocupa la moderna ermita de San Isidro, fue capaz de llenar, uno a uno, todos los miles de cántaros que para el consumo humano fueron precisos, y no para el consumo animal salvo en casos extremos, que para ello buen servicio prestaron los abrevaderos del Pilar y de la fuente de las Palomas, donde hubo ocasiones en las que las mulas debían turnarse para beber al bajar de las eras o regresar del campo en tiempo de labranza.
Las fiestas patronales del Santo Niño eran un acontecimiento ansiado por todo el vecindario. Duraban tres o cuatro días, con toros incluidos. El baile para la juventud se celebraba en la plaza de la gasolinera, ampliándose la capacidad del salón con unos tableros a manera de cercado en el que todos tuvimos nuestro sitio. Un acordeón, un saxofón y una batería, fueron la orquesta incomparable de cada tarde y de cada noche. Los mambos de Pérez Prado, los chachachás de Xavier Cugat y los boleros sudamericanos, eran la novedad en cada fiesta. No había dinero, y era preciso rayar al máximo la diversión con el mínimo de gastos, y a fe que ello se conseguía.
Los viajes -que tan sólo movían a la gente en ocasiones y en circunstancias bien justificadas- se hacían preferentemente en el coche de Rosito, que funcionaba como único vehículo al servicio público, y donde, con un poco de suerte, se solían "acomo­dar" ocho o nueve personas, y, desde luego, en la Catalana y en la Taranconera, cuando los viajes se hacían a Cuenca o Motilla-Taran­cón y no había personal suficiente para completar un viaje con el taxista local don Sebastián Cantero, de tan feliz recuerdo. Lo de Auto-Res y otras empresas todavía en vigor llegaría más tarde".
(En la fotografía, un detalle del Molino de Arriba antes de que lo inundara el pantano).