(Continuación)
Escuelas de niños había cinco: dos de chicos, dos de chicas y una de párvulos, con una matrícula total en torno a los 180 alumnos, repartidos entre los cuatro y los catorce años. Don Inocente, doña Candelaria, doña Magdalena, don Miguel, don Eulogio y don Leovigildo, son nombres de maestros que en el pueblo dejaron huella por aquellos años. Fueron así mismo personajes destacados del funcionariado local: don Eusebio Belinchón el médico, don Maximino León el veterinario, don Tomás Guijarro el cura, y don José Belinchón el secretario del Ayuntamiento, con Felix Belinchón, su auxiliar durante tanto tiempo. Julián el cartero, y los alguaciles Juan Díaz "Gambeta" y Juan Domínguez "El Manco", son personas a inscribir en la lista de servidores inolvidables.
Hacia el verano de 1950 un acontecimiento tristísimo llenó al pueblo de dolor y de conmoción a toda la comarca, pues en el corto espacio de dos meses murieron de sarampión veintiocho niños, lo que supuso una marca profunda de pena para tantas familias olivareñas que aún evocan con inmenso cariño a tantas criaturas como la muerte se llevó en época bien temprana. Quiero recordar a ciertas familias en las que fallecieron hasta tres de sus hijos.
Ya bien metidos en los años cincuenta nos trajeron el cine de una manera estable y permanente. Durante los fines de semana se ofrecía al vecindario la oportunidad de ver en pantalla algunas de las películas ya estrenadas en los cines de Madrid. Todo un acontecimiento que, sin duda, contribuyó en parte a escapar de nuestras más viejas y arraigadas costumbres.
Mientras tanto los chiquillos seguíamos jugando a las buchas, al trompo, a los porritentes, al escondecorreas, a la ciminicerra, al fin derecho, al ruiceluno, al calinche, a las chapas..., y las chicas a los pitos o a los alfileres arrastrando las uñas por el cemento de las aceras; juegos que requerían poco desembolso y que, si el gasto era preciso, pagábamos con frendis y con capones, o llevando acuestas al ganador de una a otra esquina de la calle. Los mozos se divertían jugando a la pelota en el frontón del Lejío o haciendo rular el hierro en el camino del Boleo. Los hombres mayores, por su parte, le daban a la media azumbre de tintorro con cacahuetes y pellejos de bacalao en las tabernas de la Vicenta y de Julio Valera, cuando no en los bares de la Carretera tomando café y refrescos de jarabe dulzón, de limón o de fresa, los más al corriente de la vida moderna. Las mujeres, ¡póbrecitas ellas!, se distraían a veces jugando a las cartas, o en eterna conversación en tertulia por las aceras, viendo quien pasa. Durante las largas trasnochadas del invierno, quienes tenían aparato de radio mataban las horas escuchando los programas de discos dedicados que se emitían desde Radio Andorra, o los sonados concursos de Radio Madrid que presentaron aquellos astros de la locución Boby Deglané y José Luis Pecker. Las radionovelas de la tarde fueron por entonces un valioso entretenimiento para las sufridas señoras y jovencitas del pueblo.
La Navidad tuvo por estos años la categoría de fiesta familiar con la más profunda raíz. Fueron días en los que la mutua amistad marcaba las cotas más altas entre la gente del pueblo, sobre todo entre la juventud. Las cuadrillas de mozos trasnochaban en las tabernas o en los bares, deambulaban de casa en casa, muchas veces con música de acordeón recorriendo las calles, para volverse a tomar -por supuesto que sin necesidad por parte de nadie- una copilla de anís y un par de rolletes, cuando no algún chorizo de la matanza con vino y pan si la cosa rayaba a niveles de seriedad todavía más altos. Los rolletes, qué duda cabe, fueron la estrella de nuestra repostería navideña. Nadie -como en casi todo lo que realmente vale la pena- sabría darnos noticia de su origen, si bien nos consta que es un producto exclusivamente olivareño.
A partir de 1954, cuando la subida de las aguas del pantano fue para el pueblo y para sus habitantes, no una quimera, sino una palpable realidad irreversible, Olivares vio marcharse a tierras lejanas una buena parte de su población de derecho. Comenzaron a cerrarse puertas en muchas calles; espectáculo lamentable que, hasta que llegó el momento, siempre consideramos lejano. El pueblo comenzó a declinar. Los que aquí quedaron se vieron comprometidos en la tremenda tesitura de mecanizar las tareas agrícolas, huyendo definitivamente de los viejos sistemas bajo amenaza de sucumbir. La sociedad de consumo no había llegado, pero comenzaba a vislumbrarse. En 1958 instalaron las primeras televisiones en los bares del pueblo. De ahí en adelante, qué decir, para qué hablar, es algo que con datos más o menos completos casi todos conocemos.
Hacia el verano de 1950 un acontecimiento tristísimo llenó al pueblo de dolor y de conmoción a toda la comarca, pues en el corto espacio de dos meses murieron de sarampión veintiocho niños, lo que supuso una marca profunda de pena para tantas familias olivareñas que aún evocan con inmenso cariño a tantas criaturas como la muerte se llevó en época bien temprana. Quiero recordar a ciertas familias en las que fallecieron hasta tres de sus hijos.
Ya bien metidos en los años cincuenta nos trajeron el cine de una manera estable y permanente. Durante los fines de semana se ofrecía al vecindario la oportunidad de ver en pantalla algunas de las películas ya estrenadas en los cines de Madrid. Todo un acontecimiento que, sin duda, contribuyó en parte a escapar de nuestras más viejas y arraigadas costumbres.
Mientras tanto los chiquillos seguíamos jugando a las buchas, al trompo, a los porritentes, al escondecorreas, a la ciminicerra, al fin derecho, al ruiceluno, al calinche, a las chapas..., y las chicas a los pitos o a los alfileres arrastrando las uñas por el cemento de las aceras; juegos que requerían poco desembolso y que, si el gasto era preciso, pagábamos con frendis y con capones, o llevando acuestas al ganador de una a otra esquina de la calle. Los mozos se divertían jugando a la pelota en el frontón del Lejío o haciendo rular el hierro en el camino del Boleo. Los hombres mayores, por su parte, le daban a la media azumbre de tintorro con cacahuetes y pellejos de bacalao en las tabernas de la Vicenta y de Julio Valera, cuando no en los bares de la Carretera tomando café y refrescos de jarabe dulzón, de limón o de fresa, los más al corriente de la vida moderna. Las mujeres, ¡póbrecitas ellas!, se distraían a veces jugando a las cartas, o en eterna conversación en tertulia por las aceras, viendo quien pasa. Durante las largas trasnochadas del invierno, quienes tenían aparato de radio mataban las horas escuchando los programas de discos dedicados que se emitían desde Radio Andorra, o los sonados concursos de Radio Madrid que presentaron aquellos astros de la locución Boby Deglané y José Luis Pecker. Las radionovelas de la tarde fueron por entonces un valioso entretenimiento para las sufridas señoras y jovencitas del pueblo.
La Navidad tuvo por estos años la categoría de fiesta familiar con la más profunda raíz. Fueron días en los que la mutua amistad marcaba las cotas más altas entre la gente del pueblo, sobre todo entre la juventud. Las cuadrillas de mozos trasnochaban en las tabernas o en los bares, deambulaban de casa en casa, muchas veces con música de acordeón recorriendo las calles, para volverse a tomar -por supuesto que sin necesidad por parte de nadie- una copilla de anís y un par de rolletes, cuando no algún chorizo de la matanza con vino y pan si la cosa rayaba a niveles de seriedad todavía más altos. Los rolletes, qué duda cabe, fueron la estrella de nuestra repostería navideña. Nadie -como en casi todo lo que realmente vale la pena- sabría darnos noticia de su origen, si bien nos consta que es un producto exclusivamente olivareño.
A partir de 1954, cuando la subida de las aguas del pantano fue para el pueblo y para sus habitantes, no una quimera, sino una palpable realidad irreversible, Olivares vio marcharse a tierras lejanas una buena parte de su población de derecho. Comenzaron a cerrarse puertas en muchas calles; espectáculo lamentable que, hasta que llegó el momento, siempre consideramos lejano. El pueblo comenzó a declinar. Los que aquí quedaron se vieron comprometidos en la tremenda tesitura de mecanizar las tareas agrícolas, huyendo definitivamente de los viejos sistemas bajo amenaza de sucumbir. La sociedad de consumo no había llegado, pero comenzaba a vislumbrarse. En 1958 instalaron las primeras televisiones en los bares del pueblo. De ahí en adelante, qué decir, para qué hablar, es algo que con datos más o menos completos casi todos conocemos.
Y así hasta hoy, cuando vemos, no sin asombro por parte de quienes vivimos fuera, que nuestro pueblo comienza de nuevo a merecer la pena, que ha tomado plaza de manera segura en el complicado tren del progreso y que, confiamos, pueda entrar sin demasiadas complicaciones en el previsible maremagnum del tercer milenio. De que ello sea así, han de responsabilizarse como portadores del testigo los más jóvenes.
(En la fotografía de Julián Domínguez, el Cartero -año 1954-, íbamos a pedir la llave para la corrida de la Fiesta del Niño: Honorio García, Pedro Díaz, Agustín Beltrán, mi primo Chute, y yo)
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