Tres
días en el pueblo. Cambio de hora, pequeño chubasco matinal, bajas
temperaturas… Hemos decidido adelantar unas horas el viaje de regreso y ya
estamos en casa. Los días clave de la Semana Santa han sido estupendos.
Precisamente porque solemos ir de tarde en tarde, uno acostumbra tomar el viaje al
pueblo con verdadero deseo. Es allí donde nos reencontramos con nuestro pasado,
que no es pequeña cosa. Recuerdos perdurables de otro tiempo en cualquier
paraje, en cualquier esquina, en cualquier rincón de nuestro pueblo, vuelven a
ocupar su espacio prominente en la memoria y, por qué no, también en el corazón
durante unos instantes; pocos, pero sí los suficientes como para saborear con
exquisito gusto el poso, lejano ya, de otros tiempos.
Olivares, mi pueblo, ha disminuido en
su número de habitantes de manera aparatosa durante los últimos cincuenta años.
De las dos mil almas que llegó a tener como censo, a los tal vez menos de
quinientos que tiene hoy, la pérdida se sitúa en los límites de lo
considerable. Viene a ser la misma proporción en la que se ha hecho aumentar la
superficie del cementerio. Cinco o seis fallecimientos durante los últimos dos
meses ha supuesto un impacto demasiado fuerte como para no acusarlo. Cuando
llegamos en la mañana del Jueves Santo, la gente, no sólo del nuestro sino de otros pueblos más de la comarca, volvían del entierro de Jesús Beamud,
un olivareño querido por todos que venía arrastrando su mal desde hacía varios
años, quien al final tuvo que rendirse ante situación tan comprometida. En la
noche del Viernes, los pasos del Cristo de la Nave y del Santo Sepulcro
hicieron un alto frente a su casa junto al Calvario, y la trompeta lanzó al aire
de la noche un canto de dolor. Al día siguiente, Pilar, su viuda, a la que
subimos a acompañar durante unos minutos, nos habló de él viéndose reflejado en
su rostro la viva señal de la amargura, pero con una entereza ejemplar.
Por las calles del pueblo, a redoble de
tambor y repiqueteo de palillos, desfilaron las cuatro cofradías que componen
nuestra Semana Santa. Actos litúrgicos propios de esos días, Misa de Pascua y
procesión del Encuentro, a la que la situación atmosférica no ha querido
contribuir; y el pueblo, mucho me temo que mañana mismo volverá a quedarse en
su expresión mínima, con su silencio, su quehacer diario; pero eso sí, con su
campo hermoso, provocador: verde, azul y siena, en magnífico juego de
tonalidades, con las que se pinta el paisaje y que no son otras que las del
verde intenso de los sembrados, el azul de las aguas del pantano allá en la
distancia, y el siena de la tierra madre, de la que tanto saben mis paisanos,
los trabajadores del campo.
Y como nota final, una
puntualización, una idea, un consejo, nunca un reproche. Y es que seguimos echando en
falta la asistencia de una representación de las cofradías en la procesión del
Vía Crucis, el Viernes Santo a las once de la mañana por las calles del pueblo.
Centenares de fieles en las procesiones vespertinas, soportando el frío, a
veces la lluvia, todo fantástico y realmente encomiable, un ejemplo de silencio
y de respeto que de verdad nos honra; pero eso de que sólo hayamos podido
contar quince personas acompañando al Señor en su Camino del Dolor, es algo que
deberemos corregir. Con cuatro o cinco personas de cada una de las cofradías,
el pequeño grupo de la mañana del Viernes Santo tomaría más cuerpo y más color;
contribuiría a mejorar esa Semana Santa que nunca debemos consentir que aminore
en su interés. Pienso que no supondría el menor sacrificio; si, en cambio, una
manera más de ensalzar los actos religiosos de nuestra Semana Grande, de la que
tenemos motivos bastantes para sentirnos orgullosos.
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