El verano nos saca a veces de casa, con todas las ventajas y
con todos los inconvenientes que la tan deseada estación suele llevar. Volver,
aunque de tarde en tarde, al pueblo, es una situación excepcional, grata
siempre, que a mi me gusta experimentar, cada vez con un mayor deseo.
Y es que a medida que los años pasan, se van acumulando
ingentes cantidades de nostalgia en la memoria y en el corazón por mi lugar de
origen, por donde fui niño. Uno tras otro van pasado por el cerebro los
recuerdos y las imágenes que no se borran nunca; escenas graníticas,
inamovibles, que toman parte de mi personalidad sin que el tiempo haya
conseguido evitarlo. Tal vez esto mismo nos ocurra a casi todos.
Desde los callejones de esta otra parte del Barranco del
Pilar, me he detenido -no es la primera vez- unos instantes en contemplar mi
casa, la casa de mis padres, en la que yo nací y viví parte de mi juventud. Los
recuerdos del pasado se agolparon en mi memoria, desfilando rápidos, a
velocidad de vértigo, los felices y los que no lo fueron tanto, pero queridos
todos, y las personas, los muchos que fuimos allí y de los que vamos quedando
tan pocos. Permanecen, a Dios gracias, los muros encalados de aquella enorme
mansión, sus ventanales de uno y otro lado, sus estancias que, pasados muchos
años, me llevan a evocar momentos concretos de mi infancia y de mi
adolescencia.
De mis padres, la casa pasó a pertenecer a Esperanza, mi hermana mayor de tan feliz y
piadosa memoria, y de ella a sus hijos e hijas, mis sobrinos, que aunque son
seis, tienen espacio suficiente para todos. Con cierta frecuencia, unos u otros
vienen a pasar unos días en ella. Toda una satisfacción que la magna obra de mi
padre sirva, después de tantos años, como lugar inmejorable de esparcimiento
para sus nietos y bisnietos; cosa que no siempre suele ocurrir.
Tarde de verano, la casa hoy está cerrada, dentro se sentirá
el murmullo del caño de la “pila”, agua natural de la que bebíamos de niños.
Debo decir, con el corazón un poco en volandas, que siento emoción al mirarla,
emoción y cariño, un cariño inmenso e indefinible. Me marcho pensando en tantas
personas queridas como vivimos allí, de la familia y de tantos que vivieron con
nosotros, que el furor de la vida se llevo por delante. Una lágrima de afecto
quiere saltar; le impido que salga. Por un momento me he sentido inmensamente
feliz contemplando mi casa desde este otro lado del Barranco.
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