La “Címinicerra” era otro de nuestros juegos que al menos por lo que tiene de gracioso y de poco común, conviene sacar del olvido, procurando que prevalezca aunque ya nadie lo juegue, en el saber popular de generaciones actuales y venideras. De los que hoy vivimos, es muy probable que para los menores de cuarenta años, incluso aun mayores, resulte novedoso. Lo considero, sin duda, como el más nuestro de todos los juegos infantiles; pues no tengo noticia de que en su pureza olivareña, o con alguna posible variante de matiz, se haya llegado a practicar en ninguna otra parte. Es además un juego de muchachos, algo brutote, pero que tiene hasta cierta gracia; y así recuerdo con agrado haber jugado a él tantas veces en aquellos atardeceres y trasnochadas tan añorados de nuestros barrios.
En la “Címinicerra” el que se quedaba, tenía absoluto poder, mucho más que un árbitro de fútbol, porque no estaba sujeto a ningún tipo de reglamento.
Se jugaba así:
Un grupo de chavales, los que hubiera, cuatro o seis, y una correa de las de vestir que solíamos pedir a los abuelos, es todo lo que se necesitaba para empezar el juego.
Uno de los muchachos, el que “se quedaba”: dirigía el juego, para entendernos, cogía con una mano el extremo libre de la correa. Los demás, la sujetaban todos del otro extremo en donde estaba la hebilla. El que dirigía el juego, lo hacía con esta frase:
Címinicerra, panza de perra,
en mi huerto hay un arbolito
de alto, de alto…, así de alto.
Y señalaba con la mano libre la altura sobre el suelo de la planta en la que acababa de pensar. Entonces, sin orden ni preferencias de turno, a grito vivo, el resto de los jugadores empezaban a decir nombres de plantas, que ellos consideraban pudiesen tener esa altura.
- ¡La lechuga!
- ¡No es la lechuga
- ¡La col!
- ¡No es la col!
- ¡La patata!
- ¡No es la patata!
- ¡Las zanahorias!
- ¡No es las zanahorias!
- ¡Las habichuelas!
Y sonaba, todavía más fuerte, la voz del que manda…
- ¡¡¡habichuelazos!!!
Entonces salían todos de estampida, perseguidos por el afortunado que acertó, y que corría tras ellos sacudiendo correazos a diestro y siniestro.
Cuando el director consideraba que se encontraban lo suficientemente lejos, volvía a gritar:
- ¡¡¡A la pelala!!!
Momento aquel en el que todos se volvían contra el de la correa, y si lo pillaban, le revolvían los pelos de la cabeza, lo tiraban al suelo, hasta que la criatura conseguía llegar al sitio de salida, sofocado y sudoroso, para empezar otra vez.
Entre las plantas de marras que más solían aparecer, estaba un arbolito de alto “al ras del suelo”. Cuando ello ocurría, se adivinaba siempre a la primera. Era la correhuela o corregüela, que para nosotros era la correduela.
En la “Címinicerra” el que se quedaba, tenía absoluto poder, mucho más que un árbitro de fútbol, porque no estaba sujeto a ningún tipo de reglamento.
Se jugaba así:
Un grupo de chavales, los que hubiera, cuatro o seis, y una correa de las de vestir que solíamos pedir a los abuelos, es todo lo que se necesitaba para empezar el juego.
Uno de los muchachos, el que “se quedaba”: dirigía el juego, para entendernos, cogía con una mano el extremo libre de la correa. Los demás, la sujetaban todos del otro extremo en donde estaba la hebilla. El que dirigía el juego, lo hacía con esta frase:
Címinicerra, panza de perra,
en mi huerto hay un arbolito
de alto, de alto…, así de alto.
Y señalaba con la mano libre la altura sobre el suelo de la planta en la que acababa de pensar. Entonces, sin orden ni preferencias de turno, a grito vivo, el resto de los jugadores empezaban a decir nombres de plantas, que ellos consideraban pudiesen tener esa altura.
- ¡La lechuga!
- ¡No es la lechuga
- ¡La col!
- ¡No es la col!
- ¡La patata!
- ¡No es la patata!
- ¡Las zanahorias!
- ¡No es las zanahorias!
- ¡Las habichuelas!
Y sonaba, todavía más fuerte, la voz del que manda…
- ¡¡¡habichuelazos!!!
Entonces salían todos de estampida, perseguidos por el afortunado que acertó, y que corría tras ellos sacudiendo correazos a diestro y siniestro.
Cuando el director consideraba que se encontraban lo suficientemente lejos, volvía a gritar:
- ¡¡¡A la pelala!!!
Momento aquel en el que todos se volvían contra el de la correa, y si lo pillaban, le revolvían los pelos de la cabeza, lo tiraban al suelo, hasta que la criatura conseguía llegar al sitio de salida, sofocado y sudoroso, para empezar otra vez.
Entre las plantas de marras que más solían aparecer, estaba un arbolito de alto “al ras del suelo”. Cuando ello ocurría, se adivinaba siempre a la primera. Era la correhuela o corregüela, que para nosotros era la correduela.
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