Es otro de los antiguos juegos de muchachos que hace infinidad de años que desapareció. La Plaza de la Carretera o el Lejío solían ser el sitio ideal para jugar a las “buchas”, y la cancha de partidas memorables. Un ejercicio para el que no hacía falta el dinero, como para casi todos los juegos de entonces, y que consistía en lo siguiente:
«Se reunían dos grupos de muchachos, de cuatro personas o más cada grupo. Se echaban pies para saber a cuál de los grupos le tocaba “quedarse” como grupo perdedor, y enseguida comenzaba el juego.
Los componentes del grupo perdedor (todos menos uno que actuaba de vigilante) se colocaban en medio de la plaza, haciendo corro y unidos uno a otro, mirándose de frente y con los brazos por encima de los hombros de sus compañeros. El vigilante tenía por misión defender la bucha, es decir, a sus compañeros unidos en corro, para que los del equipo rival no viniesen a subirse sobre sus espaldas. La partida cambiaba a los perdedores por ganadores y viceversa, cuando el jugador vigía lograba tocar con la mano a cualquiera de los componentes del equipo contrario. Siendo su misión la de correr tras de ellos.
Si un jugador o jugadores conseguían colgarse de la espalda de los que formaban la bucha, estaban fuera de peligro. También cuando cualquiera de los que iban corriendo, perseguidos por el vigilante, se refugiaban en la “chufa” (un espacio en círculo dibujado en el suelo). Cuando alguno de los que estaban acuestas parecía estar a punto de caer, el vigilante no se apartaba de él, agarrándole de la ropa con la mano. Pues en el momento que tocara el suelo con cualquier parte de su cuerpo, se daba por pillado, lo que suponía cambiar el sentido del juego.
Si uno de los jugadores subidos sobre la espalda de cualquiera de las buchas, se veía en dificultades para mantenerse sin caer al suelo, y con la mano del vigilante del equipo rival sujetándolo de la camisa o del jersey de lana -que es la indumentaria que solíamos llevar-, entonces se producían escenas verdaderamente cómicas, por las posturas que adoptaba el de arriba por mantenerse sin caer, y el sufridor que lo estaba sosteniendo, por tirarlo al suelo.»
(En la fotografía otro de los rincones más reconocidos del pueblo, la Placeta de la Cuesta del Moro)
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