sábado, 28 de julio de 2018



EL PUEBLO, MI PUEBLO


         Hace muchos años, los que no eran de pueblo, los niños de ciudad que vestían pantalones cortos hasta los catorce años, aparecían predispuestos para una vida mejor, mejor que la que se nos presentaba a los niños de pueblo quiero decir. Los que habíamos nacido y vivíamos en el medio rural pertenecíamos a una clase menor, nos considerábamos como un poco juguete de la suerte. Por fortuna, echadas a la espalda un par de generaciones, las cosas han venido cambiando por sí solas, no sin que nos demos cuenta. El trabajo, la suerte, el sacrificio tantas veces, el dolor con el que se debe contar, han venido poniendo las cosas en su sitio sin que apenas nos demos cuenta. Y así, allá de tarde en tarde nos volvemos a encontrar, como producto que somos del capricho de los tiempos; hecho que suele ocurrir cada verano en la que es nuestra tierra madre, en nuestro pueblo quiero decir, escenario fiel de juegos y de viejas historias vividas, que salen a la luz y se repiten con tintes de novedad en cada reencuentro. Y es que, amigos, querámoslo o no, llevamos marcadas en la celdillas del corazón las huellas de un pasado que cada uno de nosotros conocemos.
         El amor a nuestro pueblo es una dolencia endémica que afecta a las gentes de bien, y que sale a la luz cuando nos juntamos con alguien que padece del mismo mal; circunstancia que se acentúa cada vez que volvemos al pueblo y llenamos las casas como lo estuvieron en lejanos tiempos, en nuestros tiempos, cuando nos juntábamos un centenar de niños y otro de niñas que llenábamos las cuatro escuelas, además de otra clase de párvulos que en aquellos tiempos regentaba doña Magdalena Orozco. Ahora se habla del cierre inminente de la única clase que queda, por falta de alumnado, (sólo dos niños me han dicho en edad escolar), con todo lo que ello conlleva pensando en el futuro de un municipio que yo llegué a conocer con una población de hecho superior a los dos mil habitantes, y que al cabo de medio siglo, no mas, se ha visto reducido a una décima parte de lo que entonces fue.
         A fe que en Olivares, como lugar de vacaciones y de recreo, ahora se vive bien. Los tiempos son otros. Antes fuer la ribera la que nos dio la vida y el bienestar, un tiempo feliz e inolvidable; periodo importante de nuestra existencia que no todos llegaron a conocer, pero que para mi uso no deja de ser su época gloriosa que nunca se volverá a repetir. Hoy estamos más sobrados de todo, en cambio, añoramos aquel pasado irrepetible que no volverá nunca, como tampoco lo harán tantas personas, familiares y amigos, que muy a nuestro pesar se fueron sin viaje de vuelta.
         Nos queda lo que somos y los que somos. Todavía estamos aquí presentes para vivir esta añoranza común que se traduce en cariño a lo nuestro, a todo lo nuestro, virtudes y defectos, que de todo hay, en un pueblo, a pesar de los pesares, donde nos tocó nacer, vivir niñez y juventud, y del que  nos sentimos orgullosos, como bien solemos demostrar cada verano en que poco a poco, gota a gota, vamos ocupando las casas y nos permitimos, a Dios gracias, el lujo de reencontrarnos en lugares tan agradables para la vida en común como nuestros bares y terrazas, nuestra piscina inmejorable (orgullo de nuestros veranos), y el milagro anual del reencuentro.
         ¡Ah! No se me había olvidado. Lo dejo para el final como punto de cierre a todo lo dicho. Siempre bajo la protección del Santo Niño, nuestro Patrón, el primero y principal de todos los olivareños.   

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