Si hubiera sido pintor, estoy seguro de que el barrio de Las Juanorras hubiese sido uno de mis primeros lienzos. Quizá no se trate de un motivo floreciente como para ilusionar a pintores y literatos, pero visto en la distancia, no sólo física, sino de tiempo sobre todo -con el aditamento de la imaginación que para eso es libre-, uno saca como consecuencia inmediata que el nuestro es un pueblo distinto a los demás pueblos, no sólo por su diversidad paisajística, que la tiene, sino también de puertas adentro. En sus calles, en sus rincones, en lo que todavía queda de aquel otro Olivares de nuestros años mozos, nos damos cuenta de que por su aspecto raya bastante por encima de la media de los de su especie.
La fotografía que hoy presento en primer plano de nuestro escaparate, corresponde a uno de esos rincones entrañables a los que antes me he querido referir: el barrio de Las Juanorras. Ignoro el origen de su nombre, cuando menos un poco chocante; pero es el que es, así se llama y por él lo conocemos todos. Un barrio cargado de una fuerte personalidad debido a las familias que habitaron en él, y que uno las asocia instintivamente con cada una de las viviendas que lo componen: Tambores, el Pitero, Ramoné, Eufemio, Benitez, los Sotillos, tan felizmente recordados aunque ya no viven, son para mi uso los pilares sólidos sobre los que se sostiene el rincón de Las Juanorras; un barrio recogido, con su placita y su árbol en mitad que los vecinos procuran cuidar con esmero. Las casas y las cosas han cambiado mucho desde que de chicos jugábamos por allí, pero su espíritu es el mismo.
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