Pienso algunas veces si no será excesivo el afecto que uno siente por su pueblo. Aunque me cuento entre ese grupo de incondicionales que solemos pasar la mayor parte del verano en Olivares -o tal vez por eso-, no puedo evitar que todos los días me venga a la memoria más de una vez la imagen del pueblo. Quien ha mordido la tierra -decía Paul Claudel- conservará su sabor entre los dientes. Y este es mi caso, y el caso de tantos más, que fuera de toda lógica guardamos por la tierra madre un apego excesivo.
Después del verano, y tras veinte días de ausencia, he vuelto a pasar en Olivares el último fin de semana. La inminente presencia del otoño se había comenzado a notar. La tarde del viernes el pueblo nos recibió con un turbión desmedido. Treinta y cinco litros de agua por metro cuadrado debieron de descargar las nubes en un tiempo récord, media hora tirando de largo. Por fortuna la situación comenzó a mejorar aquella misma noche. Salió el sol a la mañana siguiente. El pueblo se había convertido en pocas horas en un foco de luz, algo así como si las calles, las casas y los campos, hubiesen amanecido dentro de una inmensa bola de crista.
Pero… ¿y la gente? ¿adónde estaba la gente? Los pocos que todavía quedaban como residuo después del verano, -aparte de los residentes, claro está- tomarían las de Villadiego el domingo por la tarde. Sirva como dato orientativo que al medio día del sábado, desde el Calvario hasta la plaza de la Carretera, no encontré ni una sola calma por las calles. No es lo más frecuente que eso ocurra, pero fue así.
A esas horas, en cambio, encontré la plaza del Lejío luminosa, abierta, refulgente, con el edificio del ayuntamiento de un ocre encendido, y a su vera el frondoso plátano que sustituye al recordado olmo concejil de nuestra juventud, con los dos sauces gemelos, uno a su derecha y otro a su izquierda, más sombríos y más llorones que nunca. Un hermoso espectáculo, lo podéis creer.
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