sábado, 23 de mayo de 2009

VIAJE A LA SERRANÍA DE CUENCA


En el verano de 1983 pude ver cumplida una vieja ilusión: la de conocer la Serranía de Cuenca, andarla a pie desde la capital, recoger las impresiones que fueran surgiendo en el camino, y darlas después a conocer al publico a través de la palabra escrita. No sin algunas dificultades, ni más ni menos que las previstas y que ya han pasado al olvido, conseguí mi propósito.
Publiqué dos libros como consecuencia, un “Viaje a la Serranía de Cuenca” de corte literario, y otro posterior como guía de turismo, “La Serranía de Cuenca”. Fueron muy comentados los dos entre la intelectualidad conquense, no siempre al gusto de todos. Es lo primero que se escribía acerca de la comarca más espectacular de nuestra provincia, y eso gustó a muchos, pero a todos no. Ambos se agotaron enseguida.
Del capítulo segundo del “Viaje a la Serranía de Cuenca”, titulado “El camino de la capital”, que hice desde Olivares a Cuenca en la Catalana, trata el cumplido fragmento que transcribo a continuación:

“El coche entró a la plaza con la mitad de los asientos sin ocupar. Ju­lito, el cartero, le entrega al con­ductor una valija de lona ribeteada con los colores nacionales que aparen­temente no contiene nada, y recibe a cambio un envoltorio de cartas, de periódicos, de impresos y de giros postales. Unos al sol de la ventani­lla, otros adormilados sobre los cabe­zales de sus asientos respectivos, los hombres y mujeres que vienen desde la Mancha me miran con indiferencia. Se ve que son viajeros sin costumbre de viajar a los que les duelen las mue­las, señoras que tienen a sus maridos en la residencia de la Seguridad So­cial operados de próstata, chóferes con el plazo acabado del carnet de conducir, soldados que se les terminó el permiso, estudiantes de enferme­ría­... A unos y a otros le trae sin cui­dado la mochila, los panta­lones vaque­ros, los calcetines de lana gorda y las botas de andar del recién llegado.
Fuera de la ventanilla, de una ventanilla que intento abrir pero que no lo consigo, aguarda la salida del autobús la esposa del viajero. Con el ruido del motor apenas si le llega hasta el oído la última recomendación de su mujer que le habla desde abajo.
- ¡Ten cuidado y llama por telé­fono todas las tardes!
- ¡Adiós, procuraré hacerlo!
El coche de línea arranca de inmediato y sale de la plaza sin es­trépito, con desacostumbrada suavidad. Se va calle arriba buscando a las afu­eras del pueblo la carretera de Cuen­ca, que así se llama a partir del em­palme con la antigua general de Madrid devorada por el pantano. El pueblo se ha quedado atrás, despere­zándose, acu­rrucado más allá de los terraplenes que dibuja a su caída el cerro del Horca. Pasadas las eras de las Colum­nas, Olivares se pierde definitivamen­te. A derecha e izquierda del camino se abren con el primer sol, como en un mosaico de luz acabado de estrenar, los ocres de las tierras baldías, los verdes y amarillos cubriendo los cuar­teles de girasol que suben y bajan en delicioso vaivén a merced de la arru­gada piel de la Lastra, los oros páli­dos de la cosecha a punto de hoz sobre una extensión que se escapa al alcance de los ojos.
Por Belmontejo, el sol se hace notar a través de las ventani­llas si­tuadas al saliente. Hay una señora enlutada, rechoncha, con una bolsa en la mano, que espera el autobús en el empalme. Belmontejo queda a cuatro pasos de aquí, a la derecha de la ca­rretera, como extendido en la vertien­te sur del cerro de la Iglesia, miran­do al Riato. La señora, al fin, consi­gue subir al coche por sus propios medios, sin ayuda de nadie, después de un esfuerzo que la ha debido dejar medio deshecha. Una vez arriba, la mujer se da cuenta de que ha olvidado la bolsa.
- ¡Lo que me faltaba! ¡Vamos que...! Anda hermoso, tú que estás más suelto, baja y cógeme la bolsa.
El muchacho se apea del autobús y le sube la bolsa. La mujer, con su equipaje encima, recorre el pasillo buscando un asiento. Para mantener el equilibrio sobre la marcha la mujer se va aga­rrando con la mano libre a los respaldos, tocando casi las cabezas de los viajeros.
- Señora, puede usted elegir el que más le apetezca -le digo-. El co­che viene medio vacío
- Mire, mire; ya lo veo. Prefie­ro donde mejor me dé la sombra, porque en cuanto llevo un rato en el coche, ¿sabe usted?, me da por vomitar.
- Ah, claro. Pues aquí donde yo estoy no se va mal. Si quiere yo me levanto y se sienta usted. A mí me da lo mismo un sitio que otro. Lo que siento es que no sé abrir la ventani­lla si le ocurre algo.
- ¡Ea! Pues, si dice usted que en ese sitio no se marea el personal, me sentaré si me hace el favor.
En tanto que la mujer se acomo­da, me pongo de pie y le sostengo el equipaje en el pasillo.
- Muchas gracias. Que Dios se lo pague. ¿Qué viene usted de la parte de La Roda?
- No señora, vengo de más cerca. Yo soy de Olivares.
- ¿De Olivares del Júcar? Enton­ces será usted abubillo, como tenemos la costumbre de decir por estos pue­blos.
- Pues no lo sé, ya ve usted. Pero, si usted lo dice...
- ¡Ea! Siempre lo hemos oído así. Y a los de La Almarcha les dicen barracos.
- ¡Vaya! Pues eso me parece to­davía peor.
- Oiga: ¿Usted no se marea? –me pregunta.
- No. Yo casi nunca me mareo. Para eso lo mejor es no acor­dar­se, ponerse a pensar en otra cosa.
- ¡Huuiiiii...! Pero qué dice. Usted no sabe cómo me pongo por estas malditas carreteras. Me sube una cosa por aquí, que me pongo malisma.
Al entrar a La Parrilla la mujer lleva la boca tapada con un pañuelo. Los tractores esperan su turno en la explanada de la gasolinera cargados de bidones vacíos. Dejamos a la derecha el desvío y no colamos por el primiti­vo itinerario para recoger a un par de viajeros que esperan arriba, cerca de la antigua fábrica de mantas. La Pa­rrilla es un pueblo distinguido, de gente inquieta y emprendedo­ra con un alto sentido del deber; de gentes que, amando con pasión a su patria chica, se tiran al difícil ruedo de los mil mundos en busca del codiciado pan de cada día que llevar a los suyos. Los parrillanos no se sujetaron nunca a vivir de la tierra, arrastrando el sudor por los barbechos como lo hacen los de sus pueblos vecinos; y, unas veces en el trato, otras con el trans­porte de mercancías, en la pequeña industria, despreciando con valentía los consabidos reveses de la vida nó­mada, han sido siempre un pueblo prós­pero, habitado por una raza especial de gentes simpáticas, laborio­sas y admirables.
- Un poco gitanos, digo. No se vaya a creer, que a éstos no los saca usted a bailar si no va la peseta por delante.
El camino discurre entre campos de labor y oscuros roquedales hasta darse de bruces con el Júcar, cuyas aguas verdes vemos colarse bajo los ojos de un puente romano, luego de haber movido las turbinas de una fá­brica de luz. Por Valdeganga aparecen los primeros pinos. La Serranía la tenemos ya aquí. Por Valdeganga la carretera pasa marcada de continuo por las sombras del pinar. Quedan a nuestro lado las ruinas de un balnea­rio comido a trozos por la desi­dia, nobles paredones derrui­dos de vieja residencia princi­pesca, techum­bres desmanteladas que la maleza se va comiendo poco a poco en medio de un bosque de casta­ños locos, de álamos, de tilos y de zarzamoras.
Mi acompañante, a la que procuro no molestar, anda con el cuerpo re­vuelto. Las curvas y el olorcillo pe­netrante del gasoil tienen eso, que empiezan por nada y acaban destrozando el aparato hasta ponerlo a morir: "Me sube una cosa por aquí, que me pongo malisma". La mujer lleva ahora la boca tapada con una toalla muy limpia que huele a alcanfor. Tiene la cara blanca y los ojos lacrimosos, como en estado de trance. Uno no sabe qué hacer.
- Señora: fíjese bien en aquel pedrusco que sobresale por las capotas de los pinos. ¿A que parece un San Antonio?
- Ande, no diga tonterías, que el sanantonio lo llevo yo dentro.
En la primera curva, con las aguas mansas del Júcar como testigo al otro lado de los árboles, la mujer arroja su sanantonio en la toalla limpia con olor a alcanfor y se queda traspuesta, como dormida, respi­rando hondo, relajada sobre el sillón, con el hatillo de sus males recogido en el halda."

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