Desde
mis años de adolescencia que asistí a esta fiesta por última vez, tan
entrañable y tan querida por la gente de nuestro pueblo, no había vuelto a esa
cita anual hasta la tarde de ayer. Todo es distinto; en primer lugar por el
sitio en donde se celebra: Por entonces, y así desde hacía siglos, lo era en la
aldea de Ucero; ahora, en el pueblo de Villaverde en la casa de Flor. En la
antigüedad éramos gentes de Olivares los que de manera casi exclusiva solíamos
asistir en romería, el segundo domingo del mes de mayo a compartir su fiesta
con las cuatro o cinco familias de lugareños, en la ermita local, dependiente
de nuestra iglesia. En la nueva modalidad de la fiesta, y por lo que pude
comprobar ayer, somos mitad por mitad los que asistimos de ambos pueblos;
entonces era una romería, ahora es un encuentro de buena amistad patrocinado y
sostenido por Flor, una ucereña de casta y de corazón grande, a cuya costa se
continúa celebrando la fiesta, que con distinto cariz, pero siempre con la
imagen tardorrománica de la Virgen del Lucero como única protagonista, se sigue
celebrando.
En aquellos nuestros tiempos de
juventud la fiesta duraba todo el día: Santa Misa, procesión con la imagen en
torno a la aldea, comida de campo al aire libre por grupos de familia, y como
resultado un hermoso día de convivencia que se repetía cada año. Ahora, ayer,
fueron sólo dos horas de estancia las que ocupó la fiesta: acogida de fieles
por la anfitriona en la capilla de su propia casa en honor de la Virgen con su
sagrada imagen; Misa vespertina celebrada por el párroco del lugar y cantada por el grupo "Alajú", y generosa
invitación de zurra, magdalenas -riquísimas, por cierto-, que al menos en mi
caso ha servido para recordar aquellos años, ya lejanos, de juventud, con los
sembrados como testigos en aquel bellísimo panorama de campos ondulantes,
faltos de agua casi siempre por estas fechas (de lluvia, entiéndase, no de la
embalsada, que de esa hay para dar y tomar), y el canto de súplica de mis
paisanos y paisanas que comenzaba así:
“Virgen del Lucero,
Poderosa Madre,
Mándanos el agua,
No nos desampares…”
Y que ayer, tímidamente, veladamente,
volvió a resonar en gargantas que lo habían olvidado en muchas de sus partes,
pero que firmaron el compromiso de volverlo a recuperar, y volverlo a catar,
como durante siglos quizás los hicieron sus abuelos.
En el libro que hace casi veinte
años escribí dedicado a nuestro pueblo, hay un capítulo dedicado a esta fiesta.
En él se dicen muchas cosas, y de él transcribo el siguiente párrafo, que es
una invitación al recuerdo:
«A eso de la media mañana se oye a distancia
sonar por los sembrados el campanillo de la ermita, avisando a los que llegan
que la Misa empezará de un momento a otro. Las gentes se van acomodando por los
alrededores del caserío, a la sombra de los árboles si los hay o de sus
carruajes en pequeños grupos de familia. El sonoro esquiloncillo da el último
toque. Como la ermita resulta pequeña, decenas de asistentes han de seguir la
ceremonia desde el exterior. Al terminar el acto religioso dentro de la ermita,
se saca en procesión la imagen de la Virgen que da la vuelta entera un par de
veces por los alrededores de las casas. El público fiel camina detrás de las
andas entonando cantos de súplica, que los campos de la aldea oyen repetir cada
año.»
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