Qué más
quisiéramos sino que hubiesen transcurrido las fiestas del Santo Niño lo más
lucidas posible. Es muy difícil que eso pueda ser; sería rozar los límites de
la perfección y de eso todavía estamos a cierta distancia. Luces y sombras es
lo nuestro, y en estos días de fiesta las luces se han hecho notar mucho más
que las sombras, pero también las han habido y de algunas de ellas quizá
tendremos que dar cuenta con la sana intención de que sean corregidas en lo
sucesivo, de procurar al menos ponerles remedio.
Ha sido tal vez una de las fiestas que
han contado con un mayor número de asistentes. Creo que la iglesia nunca ha
estado tan llena de público como lo estuvo en la misa del día dieciséis. El
reencuentro con tantos conocidos de otro tiempo, amigos en buena parte, es uno
de los más sustanciosos y apetecibles ingredientes que integran el cóctel de
unas buenas fiestas, que sin duda los ha habido de manera abundante, con el
general pláceme de ese importante grupo, cada vez menos numeroso, de los que
peinamos canas, a quienes de un modo injusto nos gusta comparar nuestras
fiestas de hoy con las de lejanos tiempos, con las fiestas de nuestra juventud
condicionadas por la escasez de medios, pero ilusionados por la belleza incomparable
de los quince o de los dieciocho años. Eso es así, y así lo seguirá siendo
mientras el mundo exista, o mejor aún, mientras que nuestro pueblo exista, si
todos, cada cual según sus capacidades nos imponemos el deber de arrimar el
hombro.
Comenzaron las fiestas de un modo
oficial con el pasacalles de la banda de música de Villamayor de Santiago;
continuaron aquella misma noche con el “pegón de fiestas” a cargo del sacerdote
titular de nuestra iglesia, don Daniel Jiménez, una hermosa disertación: sencilla,
profunda en contenido y ajustada en el tiempo, que el escaso público asistente
-como va siendo costumbre- aplaudimos con entusiasmo, así como las emocionadas
palabras de Pablo, el joven alcalde del pueblo, quien recibió la unánime prueba
de afecto de los que nos encontrábamos allí. Y después “la Salve” a Nuestra
Señora de la Asunción, titular de esta iglesia; para concluir estos primeros
actos con los clásicos “fuegos artificiales” que, pese a lo difícil que debe de
ser para los pirotécnicos, aportaron algo de novedad, cosa siempre digna de elogio.
Y a la una de la madrugada del día siguiente continuaba la fiesta con baile en
la plaza a cargo de la orquesta “Show Maxims” (hora ideal para los
trasnochadores), acontecimiento festivo de primer orden, al que no se me
ocurrió asistir a tan altas horas, y del que todo el mundo cuenta maravillas.
La celebración litúrgica del Día del
Niño, como antes dije, llenó a tope la iglesia; más de cien personas tuvieron
que seguir en pie la ceremonia. Misa de un solo cura, don Daniel, era domingo,
y seguidamente la procesión por su itinerario habitual, asistencia masiva de
olivareños, de dentro y de fuera del pueblo, espléndida y emotiva como siempre,
pero con un defecto capital -también como siempre-, que no debería repetirse;
pues a pesar del bando hecho público por el alcalde prohibiendo la estancia de
coches por las calles del recorrido durante el paso de la procesión, fueron
decenas y decenas de ellos los que incomodaron el paso fluido de los banceros
con la imagen de nuestro Patrón y de lo muchos cientos de público asistente.
Medios para evitarlo los hay, falta aplicarlos en favor de la fiesta y del
nombre del pueblo, sobre todo a la vista de los muchos asistentes que nos
llegan de fuera.
El cambio social generalizado en toda la
civilización de occidente durante los últimos cincuenta o sesenta años, ha
hecho que nos acostumbremos a vivir unas fiestas mayores un poco peculiares. El
baile, la música, aquellas orquestas de solo tres componentes: acordeón, saxofón
y batería, y como mucho algún improvisado cantante en otros tiempos, fueron el
punto fuerte para la juventud durante varias generaciones. La diversión para
los de más edad se basaba en contemplar la fiesta desde las puertas de sus
casas, pasar la tarde en el casino o distraerse viendo cómo se divertía la
juventud; meros espectadores. Ahora son los de cumplida edad los que bailan en
la plaza al son de modernas orquestas, mientras que los jóvenes -superado el
lamentable espectáculo del botellón- se organizan en peñas, grupos de amistad,
y viven las fiestas un tanto a su manera, reuniéndose en casetas propias de
cada peña donde guardan los productos de consumo, cocinan si llega el caso,
comen y beben sin meterse con nadie, se divierten, conviven en harmonía con
arreglo a los imponderables usos del momento, en fin, siendo fieles a los usos
y costumbres de los nuevos tiempos.
Concursos y competiciones deportivas,
juegos y otro tipo de actividades diversas, van llenando el horario de los
primeros días hasta que la fiesta empieza a decaer. Capea durante la tarde en
la plaza de toros, con sus aficionados o no que suelen llenarla en su
totalidad; permanencia de público a determinadas horas de la mañana o de la
tarde en las improvisadas terrazas de los bares, o en “El Mirador” con vistas
al campo, para concluir el último día, generalmente el cuarto, con la comida
popular en el polideportivo, que al menos para mi gusto, por lo que tiene de sana
convivencia y amistad en un ambiente festivo, entrañable y optimista, es uno de
los actos que me merecen una consideración especial, al que no suelo faltar;
también por la excelente preparación y calidad de la popular “caldereta” (doce
o catorce sartenes de superior tamaño) cocinada por experimentados paisanos
durante la mañana en el ruedo de la plaza de toros. Un acto masivo y muy al
gusto de todos.
Y falta el “Espectáculo de variedades”
de la media noche, con sus fervientes seguidores sentados en sillas a la subida
de la ermita de San Roque, donde hay de todo y no siempre de lo mejor. Lo suele
financiar la Diputación Provincial, teniendo como espectadores habituales a
hombres y mujeres que ya pasaron los cuarenta, especialmente ellas.
Antiguamente amenizaba el espectáculo alguna estrella de renombre, tal como
Conchita Bautista, Los Mismos o Rafael Farina, de entre los que yo recuerdo; de
años a hoy se van valiendo con figuras de menor calidad y nombradía, como
broche final de toda la fiesta. En las peñas se da fin a las últimas
existencias; suena en el Lejío el último cohete y la gente se marcha hacia sus
casas frotándose los brazos, si es que no tuvo la precaución de salir con algo
de chaqueta.
Terminó la fiesta. Por fortuna, un año
más no ha ocurrido nada importante que lamentar. Unos antes y otros después
iremos desfilando a nuestros lugares de residencia repartidos por toda España
(Valencia, Cuenca y Madrid, principalmente), dejando al pueblo en su natural
estado, es decir, con sus escasos cuatrocientos habitantes, una quinta parte de
los que fuimos sesenta años atrás, antes de que subiera el pantano. Es la estela
amarga del correr de los tiempos; si bien, la añoranza del pueblo para los
olivareños de buena ley, que sospecho lo somos todos, prevalece durante la larga
ausencia no solo en la memoria, sino también en los ojos y en el corazón. Y es porque
“Quien ha mordido la tierra -escribió Paul Claudel- conserva su sabor entre los
dientes”. Podría ser nuestro caso.
Olivares de Júcar.
21-8-2015
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