lunes, 4 de agosto de 2014

"CUADERNO DE RECUERDOS"


Hace sólo unos días concluí un trabajo que llevaba pendiente realizar desde hace varios años. Me ha ocupado cuatro meses, con varias horas al día  Me refiero a  mis Memorias, que con una extensión de doscientos folios, concluí el pasado día 26 del mes de julio. Es un trabajo extenso, de doscientos folios a un sólo espacio, donde he dejado escrito lo más importante de mi vida que aún guardo en mi memoria, desde mi nacimiento el 19 de marzo de 1939, hasta la llegada de mi nieto en el mes de noviembre del pasado año. El trabajo lo titulo “Cuaderno de Recuerdos”, en el que Olivares, como es de justicia, ocupa una buena parte de los tres primeros capítulos. Precisamente del Capítulo II, extraigo uno de los folios, que literalmente paso al blog, para conocimiento de los más jóvenes y para recuerdo de los que ya no son tanto, y a los que, seguramente, les tocó vivir momentos similares. Una vida da para mucho. El texto es éste, al que acompaño con una fotografía de la época.



“Recuerdo con nostalgia aquellos inviernos fríos, de nevadas tremendas que a veces dejaban aislada nuestra casa del resto del pueblo; cuando ponía cepos en el corral para cazar pájaros y con un poco de suerte me pasaba un par de días sin ir a la escuela. En aquellas ocasiones, mi padre decía que si la nevada nos cogía con pan en el escriño y tabaco en el cajón de la mesa de su habitación, el problema no tenía importancia. Y es que el Barranco del Pilar se ponía intransitable de barro durante algunos días, los coches por la carretera subían despacio y muchos camiones se ayudaban del gasógeno, una especie de bidón con fuego dentro, para caminar y ahorrar combustible.
            Los vecinos, que éramos cuatro o cinco en edad similar, se venían a mi casa a jugar a la pelota en el porchao y a columpiarnos en la cuadra con un mecedor de soga. Por la noche, algunos vecinos de los mayores también se venían a casa a trasnochar junto a la estufa de leña, a escuchar la radio con los discos dedicados de Radio Andorra, mientras que los hombres pasaban la velada jugando a la baraja, a un juego que nunca entendí y le llaman “el truque”. Cuando había en casa algún maestro de pensión, también se aplicaba al juego de las cartas; los tantos los solían contar con habichuelas.
            Cuando llegaba el verano había veces que mi primo Rafa y yo nos bajábamos con mi abuelo Atilano a la ribera, y nos pasábamos unos días viviendo en la casilla. Nuestra misión era la de arrear a la burra que tiraba de la noria, coger hierba (ababoles y verdulaga) para los conejos, y bañarnos en el vado del río a la sombra de los árboles, en traje de Adán. Cuando se bañaban las mujeres, mis tías y otras de las huertas vecinas, lo hacían en combinación; momentos en los que no solía faltar algún observador furtivo al acecho escondido entre la maleza.
            En la casilla de la huerta, con sólo dos departamentos separados por un sencillo tabique y puerta de entrada, uno para uso de las personas y otro para las caballerías. Por las noches no teníamos más luz que la de un candil de aceite. Mi abuelo solía hacer la comida; era un experto en las patatas con carne y en el arroz con conejo. Muchas veces me he acordado después de aquellos arroces con conejo y de las patatas con carne que comíamos, sentados alrededor de la sartén y la redoma del vino funcionando, a la sombra de la sarmentera que había delante de la puerta de entrada. La hora del descanso en el trabajo y la comida era la una del medio día. Mi abuelo hacía sonar a esa hora una llanta de coche a modo de campana, que tenía colgada de la sarmentera con ese fin. En todas las huertas cesaba el trabajo a esa hora. Había momentos en los que Rafa y yo nos olvidábamos de vigilar a la burra y de coger hierba para los conejos, en tanto nos poníamos a hacer molinos de junco que poníamos a girar con la corriente del agua por la madre, o canal por el que corría el agua que salía de la noria. Cuando el abuelo notaba que no le llegaba el agua para el riego, porque se había parado la burra, se quitaba la correa y se venía hacia nosotros gritando, para dar tiempo a que saliéramos corriendo; jamás nos pegó.

            Los sábados por la tarde o vísperas de las grandes fiestas de verano, subíamos con el carro de mulas otra vez al pueblo.”

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