A su primo José Antonio y a mí, que a principio de
los años sesenta hicimos la mili
corriente y moliente en el cuartel donde él era oficial, nos aconsejó el
entonces joven teniente Aparicio -oriundo de Villares del Saz- que nos
hiciésemos cabos, como primer paso para conseguir un buen destino al salir del
campamento. Así lo hicimos y así sucedió después. Un grupo de veinte salimos
nominados, no al regimiento de Artillería A.A. 71 que era nuestro destino
inicial, sino a la Jefatura de Artillería del Ejército, sita en el Ministerio,
que como sabido es se encuentra en un lateral de la Plaza de Cibeles. Despachos
todos de jefes y de algún que otro general.
Como
lugar de residencia nos adjudicaron en calidad de agregados al Parque y
Maestranza de Artillería como cuartel más cercano. La suerte quiso que para mí,
salvando las distancias, aquello fuera un poco como mi propia casa, pues me
encontré con personas conocidas y eso siempre viene bien en semejantes
circunstancias: el teniente Escribano, Félix Buendía a punto de ascender a
sargento, los soldados Felipe Beltrán y Felipe Belinchón, mis quintos, el
primero de ellos encargado de la lavandería del cuartel y el segundo asistente
de algún oficial.
Aunque
mi grupo tenía un horario distinto de comidas y la estancia en el cuartel se
limitaba tan sólo al comedor y al dormitorio, a los Felipes los veía casi a
diario. Por razones que no vienen al caso, algunas noches volvíamos al cuartel
después del toque de silencio, de manera que para llegar a nuestro improvisado dormitorio debíamos pasar por la batería en la que dormían los “enchufaos” del
cuartel, entre ellos los dos Felipes, con sus literas juntas y su costumbre de
dormir con los pies al descubierto. Algunas noches, al pasar, se me ocurría
hacerles cosquillas en los pies, a lo que Felipe Beltrán me respondía con un
exabrupto; y otras, cuando hacía frío,
procuraba taparlos.
Han
pasado casi sesenta años. Felipe Beltrán (Balagué entre los amigos) falleció
años atrás, y el otro Felipe atraviesa el último tramo de su vida soportando la
cruz de una enfermedad cruel. Tanto el uno como el otro son dos de las personas
del pueblo para las que guardo el mejor de mis recuerdos; dos amigos
especialmente queridos. Cuando las estancias del cuartel estaban desiertas,
Felipe Beltrán entraba en la minibateria donde nos habían instalado a los del
Ministerio, y me cambiaba las sábanas por otras limpias todas las semanas (a los
demás, los servicios del cuartel se lo hacían cada quince días). Alguna vez me
hizo la petaca, y otras me recriminaba de sucio y de dejao, que no había por
dónde cogerme. Felipe disfrutaba con eso, y yo también.
Saco
estas cosas a colación, porque días atrás, alguien de los que vinieron a las
fiestas del pueblo, me preguntó si ese Felipe Beltrán al que estaba dedicado el
polideportivo era algún deportista famoso, hijo de Olivares, o algún personaje
importante relacionado con el mundo del deporte. Le dije que no, que Felipe era
Felipe, alguacil que fue durante casi toda su vida, servidor fiel del
municipio, persona querida por todos, pese a sus salidas de pata de cabra
tantas veces, a su censurable vocabulario en tantas ocasiones, regañón cien por
cien porque ese era su carácter; pero una persona entregada al servicio del
pueblo haciendo las cosas lo mejor que pudo, pese a su estado de salud no siempre en exceso
boyante.
Varios días después de la inauguración del estupendo
polideportivo que lleva su nombre, lo cogí una mañana y le dije que se viniera
conmigo a dar un paseo hasta el Pozo y que a la vuelta nos tomaríamos una
cerveza en el bar. La primera respuesta fue mandarme a paseo a mi solo, usando
de la antigua confianza, con una de sus frases irreproducibles. Al final
aceptó. Mi propósito no era llegar hasta la fuente del Pozo, sino sacarle una
fotografía delante del polideportivo dedicado a su persona. También me costó lo
mío hasta que se puso donde le indiqué y al fin se dejó fotografiar. Aquí os lo dejo como recuerdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario