Olivares de Júcar es mi pueblo natal, la puerta de entrada en la comarca manchega para quienes viajan desde la capital a las tierras de don Quijote. Los pueblos de Castilla -me escribió Delibes- quedarán muchos de ellos sólo en los libros. Se cierran las escuelas por falta de alumnado; desaparecen los médicos residentes; un solo cura debe atender a media docena de parroquias, mientras que la juventud desaparece dejando en el lugar a los pensionistas y a la gente mayor, que por razones obvias van desapareciendo poco a poco. Es el signo de nuestro tiempo, bastante negativo y de oscuro porvenir para el medio rural. La inmensa mayoría de estos pueblos recuperan una población desmedida y artificial durante los meses de verano como sitio de vacaciones, fenómeno social que los va sosteniendo, aunque no sabemos durante cuanto tiempo.
En el año 1995 decidí escribir y publicar este libro de costumbres y recuerdos dedicado a mis paisanos en un intento de mantenerlo vivo y a perpetuidad, al menos en el papel impreso. Hoy, aquel libro viene a ocupar el lugar que le corresponde en impresión electrónica, gracias a los adelantos habidos durante los últimos diez o quince años, lo que permite darlo a conocer, con el famoso “Pino del Tío Justo” en la portada, por todo el mundo. Una parte de su contenido se recoge en este “blog” como base del mismo.
En su presentación al gran público debe entrar algún párrafo como detalle de su contenido a título de muestra. Será el correspondiente a la página 34, refiriéndose a un pasado todavía no demasiado lejano, y que dice así:
(el detalle)
“La Navidad tuvo por estos años la categoría de fiesta familiar con la más profunda raíz. Fueron días en los que la amistad marcaba las cotas más altas entre la gente del pueblo, sobre todo entre la juventud. Las cuadrillas de mozos trasnochaban en las tabernas, deambulaban de casa en casa, muchas veces con música de acordeón recorriendo las calles, para volverse a tomar -por supuesto que sin necesidad por parte de ninguno- una coptla de anís y un par de rolletes, cuando no algún chorizo de la matanza con vino y pan si la cosa rayaba a niveles de seriedad todavía más altos. Los rolletes, qué duda cabe, fueron la estrella de nuestra repostería navideña. Nadie, como en todo lo que realmente merece la pena, podría darnos noticia de su origen, si bien sabemos que es un producto exclusivamente olivareño.
A partir de 1954, cuando la subida de las aguas del pantano resultó para el pueblo y para sus habitantes, no una quimera, sino una palpable fatalidad irreversible, Olivares vio marcharse a tierras lejanas una buena parte de su población de derecho. Comenzaron a cerrarse puertas en todas las calles; espectáculo lamentable que, hasta que llegó el momento, siempre consideramos lejano. El pueblo comenzó a declinar. Los que aquí quedaron se vieron comprometidos en la tremenda tesitura de mecanizar las tareas agrícolas, huyendo definitivamente de los viejos sistemas de labranza bajo amenaza de sucumbir. La sociedad de consumo no había llegado; pero comenzaba a vislumbrarse. En 1958 instalaron las primeras televisiones en los bares del pueblo. De ahí en adelante, ¡qué decir!, ¡para qué hablar!, es algo que con datos más o menos completos casi todos conocemos. Y así hasta hoy, cuando vemos, no sin asombro por parte de quienes vivimos fuera, que nuestro pueblo comienza de nuevo a merecer la pena, que ha tomado plaza de manera segura en el complicado tren del progreso y que, confiamos, pueda entrar sin demasiadas complicaciones en el previsible maremagnum del tercer milenio. De que ello sea así, han de responsabilizarse como portadores del testigo los más jóvenes.”
En su presentación al gran público debe entrar algún párrafo como detalle de su contenido a título de muestra. Será el correspondiente a la página 34, refiriéndose a un pasado todavía no demasiado lejano, y que dice así:
(el detalle)
“La Navidad tuvo por estos años la categoría de fiesta familiar con la más profunda raíz. Fueron días en los que la amistad marcaba las cotas más altas entre la gente del pueblo, sobre todo entre la juventud. Las cuadrillas de mozos trasnochaban en las tabernas, deambulaban de casa en casa, muchas veces con música de acordeón recorriendo las calles, para volverse a tomar -por supuesto que sin necesidad por parte de ninguno- una coptla de anís y un par de rolletes, cuando no algún chorizo de la matanza con vino y pan si la cosa rayaba a niveles de seriedad todavía más altos. Los rolletes, qué duda cabe, fueron la estrella de nuestra repostería navideña. Nadie, como en todo lo que realmente merece la pena, podría darnos noticia de su origen, si bien sabemos que es un producto exclusivamente olivareño.
A partir de 1954, cuando la subida de las aguas del pantano resultó para el pueblo y para sus habitantes, no una quimera, sino una palpable fatalidad irreversible, Olivares vio marcharse a tierras lejanas una buena parte de su población de derecho. Comenzaron a cerrarse puertas en todas las calles; espectáculo lamentable que, hasta que llegó el momento, siempre consideramos lejano. El pueblo comenzó a declinar. Los que aquí quedaron se vieron comprometidos en la tremenda tesitura de mecanizar las tareas agrícolas, huyendo definitivamente de los viejos sistemas de labranza bajo amenaza de sucumbir. La sociedad de consumo no había llegado; pero comenzaba a vislumbrarse. En 1958 instalaron las primeras televisiones en los bares del pueblo. De ahí en adelante, ¡qué decir!, ¡para qué hablar!, es algo que con datos más o menos completos casi todos conocemos. Y así hasta hoy, cuando vemos, no sin asombro por parte de quienes vivimos fuera, que nuestro pueblo comienza de nuevo a merecer la pena, que ha tomado plaza de manera segura en el complicado tren del progreso y que, confiamos, pueda entrar sin demasiadas complicaciones en el previsible maremagnum del tercer milenio. De que ello sea así, han de responsabilizarse como portadores del testigo los más jóvenes.”
1 comentario:
¿Cómo podría conseguir el libro?
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