LAS CALAVERAS
Se colocaban durante la noche de difuntos en la cima del Cerro de la Horca mirando hacia el pueblo. Eran calabazas ahuecadas, gordas, a las que se le habían abierto tres agujeros figurando los ojos y la boca. Dentro de la calabaza se le colocaba una vela encendida que alumbraba durante toda la noche, mientras que las campanas de la iglesia tocaban a muerto. El resultado era sencillamente lúgubre, para los niños sobre todo, que procurábamos taparnos los oídos y no salir a la calle desde la hora del anochecer. Durante la tarde habíamos bajado al cementerio. Todo actuaba sobre el ánimo y producía una sensación que se recuerda durante toda la vida.
Como otras de las costumbres perdidas, ésta es una de las que se podían recuperar. Es cuestión de que algún grupo de muchachos se lo proponga, monten las calaveras -cosa la mar de fácil- y se repartan la noche en dos o tres turnos para tocar las campanas.
LAS HOGUERAS DE SANTA BÁRBARA
Se encendían en casi todas las calles la noche del 3 al 4 de diciembre. Allí se quemaban las matas secas que los chavales habían recogido por los huertos durante las tardes, sobre todo en las tardes de los jueves que no había escuela, los botillos de vino inservibles, las sillas viejas, las ropas en desuso y todo aquello que fuera capaz de arder. A eso de la media noche el pueblo se convertía en una luminaria. Los mozos más atrevidos saltaban por encima del fuego gritando: ¡Viva Santa Bárbara Bendita...! Quiero recordar como más voluminosas, y por tanto también más festivas, las hogueras del Lejío y la de la Carretera.
Se colocaban durante la noche de difuntos en la cima del Cerro de la Horca mirando hacia el pueblo. Eran calabazas ahuecadas, gordas, a las que se le habían abierto tres agujeros figurando los ojos y la boca. Dentro de la calabaza se le colocaba una vela encendida que alumbraba durante toda la noche, mientras que las campanas de la iglesia tocaban a muerto. El resultado era sencillamente lúgubre, para los niños sobre todo, que procurábamos taparnos los oídos y no salir a la calle desde la hora del anochecer. Durante la tarde habíamos bajado al cementerio. Todo actuaba sobre el ánimo y producía una sensación que se recuerda durante toda la vida.
Como otras de las costumbres perdidas, ésta es una de las que se podían recuperar. Es cuestión de que algún grupo de muchachos se lo proponga, monten las calaveras -cosa la mar de fácil- y se repartan la noche en dos o tres turnos para tocar las campanas.
LAS HOGUERAS DE SANTA BÁRBARA
Se encendían en casi todas las calles la noche del 3 al 4 de diciembre. Allí se quemaban las matas secas que los chavales habían recogido por los huertos durante las tardes, sobre todo en las tardes de los jueves que no había escuela, los botillos de vino inservibles, las sillas viejas, las ropas en desuso y todo aquello que fuera capaz de arder. A eso de la media noche el pueblo se convertía en una luminaria. Los mozos más atrevidos saltaban por encima del fuego gritando: ¡Viva Santa Bárbara Bendita...! Quiero recordar como más voluminosas, y por tanto también más festivas, las hogueras del Lejío y la de la Carretera.
Aunque hace muchos años que no me coge en el pueblo esa fecha, tengo idea de que con menos importancia de la que antes tuvo, esta fiesta se ha recuperado.
Esta santa y mártir tuvo en Olivares fiesta local durante varios siglos, con procesión, sacando la imagen que se guarda en la iglesia.
EL PUÑAO
Era la invitación vespertina que antiguamente se hacía en todas las bodas que se celebraban en el pueblo. Fue, por tanto, una costumbre sin fecha fija, pero habitual e infalible hasta bien entrada la década de los años sesenta. Consistía en un puñado de "chochos", compuesto por trigo tostado, garbanzos torraos, cañamones, y alguna que otra avellana, o almendra, o bolita de anís. Solían “tomar el puñao” sólo los invitados a la boda, en un descanso del baile al ponerse el sol, quienes a media mañana, después de la Misa, se habían deleitado en la casa de la novia con una jícara de chocolate y dos bizcochos (los carotas y los amigos de la repartidora, quizá tres). En las bodas de los más pudientes, allá a principios de la década de los cincuenta se daba de comer a los invitados al medio día: sopa de boda y carne a hartar.
También era costumbre dar el puñao en los recorridos festivos de la Ranra durante la fiesta del Santo Niño; y el día de San Antón, para los hombres y mozos que en apretado tropel acudían con los animales a la bendición del Santo.
Esta santa y mártir tuvo en Olivares fiesta local durante varios siglos, con procesión, sacando la imagen que se guarda en la iglesia.
EL PUÑAO
Era la invitación vespertina que antiguamente se hacía en todas las bodas que se celebraban en el pueblo. Fue, por tanto, una costumbre sin fecha fija, pero habitual e infalible hasta bien entrada la década de los años sesenta. Consistía en un puñado de "chochos", compuesto por trigo tostado, garbanzos torraos, cañamones, y alguna que otra avellana, o almendra, o bolita de anís. Solían “tomar el puñao” sólo los invitados a la boda, en un descanso del baile al ponerse el sol, quienes a media mañana, después de la Misa, se habían deleitado en la casa de la novia con una jícara de chocolate y dos bizcochos (los carotas y los amigos de la repartidora, quizá tres). En las bodas de los más pudientes, allá a principios de la década de los cincuenta se daba de comer a los invitados al medio día: sopa de boda y carne a hartar.
También era costumbre dar el puñao en los recorridos festivos de la Ranra durante la fiesta del Santo Niño; y el día de San Antón, para los hombres y mozos que en apretado tropel acudían con los animales a la bendición del Santo.
(A falta de una fotografía adecuada, icluyo esta impresionante vista aerea de carreteras y almacenenes. Al pinchar en la foto aparecera de un tamaño mucho mayor)
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