EN LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
La festividad de Todos los Santos no pasa desapercibida para mis paisanos. Las personas, como cualquier producto de consumo, nacemos con la fecha de caducidad señalada no sé si sobre nuestra espalda; pues nada tenemos tan seguro como la muerte.
A diferencia del resto de los seres vivos, la memoria de los que se fueron queda durante mucho tiempo como marcada a fuego en el ánimo de sus familiares, de sus amigos y deudos, y así permanece con intensidad decreciente, porque el tiempo acaba por difuminar, cuando no por borrar por completo, el recuerdo de quienes lo dieron todo por nosotros.
Cada primero de noviembre nos suele reunir, al pie de la tumba donde reposan sus restos, el recuerdo de nuestros seres queridos. Las lágrimas, las flores, las oraciones por los que se fueron, nos acompañan durante la visita al cementerio, ahora personales, ahora colectivas, en el día de Todos los Santos.
En Olivares, la gente que baja al cementerio se distribuye apenas llegar por los diferentes espacios, por donde están las sepulturas de sus familiares y allegados; después se reza en conjunto por todos los enterrados allí, que desde el año 1925 que creo que se inauguró el nuevo cementerio -tres generaciones-, es seguro que su número se cuenta muy por encima del millar.
Hace ya muchos años que las campanas de la iglesia no tocan a clamor durante la noche de Difuntos. Tampoco se plantan las calaveras en el cerro de la Horca, elaboradas de calabaza con una vela encendida en su interior, por lo menos en la cantidad con que se plantaban entonces; costumbres perdidas porque los vientos de la modernidad soplan en dirección distinta, y a ello, mal que nos pese, nos hemos tenido que acostumbrar.
En la fotografía el panteón de la familia de D. Martín García Pelayo, un prohombre de allá por los años cincuenta del siglo XX, situada en el centro del cementerio.
La festividad de Todos los Santos no pasa desapercibida para mis paisanos. Las personas, como cualquier producto de consumo, nacemos con la fecha de caducidad señalada no sé si sobre nuestra espalda; pues nada tenemos tan seguro como la muerte.
A diferencia del resto de los seres vivos, la memoria de los que se fueron queda durante mucho tiempo como marcada a fuego en el ánimo de sus familiares, de sus amigos y deudos, y así permanece con intensidad decreciente, porque el tiempo acaba por difuminar, cuando no por borrar por completo, el recuerdo de quienes lo dieron todo por nosotros.
Cada primero de noviembre nos suele reunir, al pie de la tumba donde reposan sus restos, el recuerdo de nuestros seres queridos. Las lágrimas, las flores, las oraciones por los que se fueron, nos acompañan durante la visita al cementerio, ahora personales, ahora colectivas, en el día de Todos los Santos.
En Olivares, la gente que baja al cementerio se distribuye apenas llegar por los diferentes espacios, por donde están las sepulturas de sus familiares y allegados; después se reza en conjunto por todos los enterrados allí, que desde el año 1925 que creo que se inauguró el nuevo cementerio -tres generaciones-, es seguro que su número se cuenta muy por encima del millar.
Hace ya muchos años que las campanas de la iglesia no tocan a clamor durante la noche de Difuntos. Tampoco se plantan las calaveras en el cerro de la Horca, elaboradas de calabaza con una vela encendida en su interior, por lo menos en la cantidad con que se plantaban entonces; costumbres perdidas porque los vientos de la modernidad soplan en dirección distinta, y a ello, mal que nos pese, nos hemos tenido que acostumbrar.
En la fotografía el panteón de la familia de D. Martín García Pelayo, un prohombre de allá por los años cincuenta del siglo XX, situada en el centro del cementerio.
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