LA RANRA
Recordar es volver a vivir. Pueblo que después de años y décadas se responsabiliza en recuperar sus viejas tradiciones, pone en práctica un ejercicio de honestidad que honra su pasado, que gusta pisar con delicadeza sobre el sensible pavimento del tiempo que se fue, o lo que es lo mismo, que se goza al sentir en sus venas el calor de la sangre, herencia perdurable, el más fiel y veraz de todos los atributos.
La Ranra fue durante siglos la enseña con la que el pueblo mantuvo unido a su pasado más remoto por el hilo de la tradición. Una especie de escuadra o de compañía militar de origen guerrero, con raíz posiblemente en los Tercios de Flandes, como así se desprende del utillaje que exhiben algunos de sus componentes al desfilar por las calles del pueblo durante la fiesta mayor del Santo Niño, mientras se hace notar con músicas y disparos de trabuco.
Se perdió la costumbre y la Ranra desapareció en los años cincuenta. Por fortuna se ha vuelto a recuperar, con ciertos cambios de matiz, treinta o cuarenta años después. Del austero de desfile de hombres maduros, vestidos de riguroso color oscuro, con una flor en el sombrero y recorriendo las calles al son de la dulzaina y el tamboril, se ha pasado a una Ranra más colorista y juvenil, en la que incluso caben las mujeres y los menores de edad. Bienvenida sea.
Que sus disciplinados componentes, hasta ahora ejemplares en su comportamiento, no caigan en la tentación fácil del menosprecio a las normas de civismo, a lo que son, y sobre todo a lo que representan como portadores de la más antigua de nuestras tradiciones, es decir, a la degradación, ahora tan en boga por cuanto a los valores recibidos de nuestros abuelos, y que conviene mantener vivos como parte fundamental de nuestra cultura autóctona.
Recordar es volver a vivir. Pueblo que después de años y décadas se responsabiliza en recuperar sus viejas tradiciones, pone en práctica un ejercicio de honestidad que honra su pasado, que gusta pisar con delicadeza sobre el sensible pavimento del tiempo que se fue, o lo que es lo mismo, que se goza al sentir en sus venas el calor de la sangre, herencia perdurable, el más fiel y veraz de todos los atributos.
La Ranra fue durante siglos la enseña con la que el pueblo mantuvo unido a su pasado más remoto por el hilo de la tradición. Una especie de escuadra o de compañía militar de origen guerrero, con raíz posiblemente en los Tercios de Flandes, como así se desprende del utillaje que exhiben algunos de sus componentes al desfilar por las calles del pueblo durante la fiesta mayor del Santo Niño, mientras se hace notar con músicas y disparos de trabuco.
Se perdió la costumbre y la Ranra desapareció en los años cincuenta. Por fortuna se ha vuelto a recuperar, con ciertos cambios de matiz, treinta o cuarenta años después. Del austero de desfile de hombres maduros, vestidos de riguroso color oscuro, con una flor en el sombrero y recorriendo las calles al son de la dulzaina y el tamboril, se ha pasado a una Ranra más colorista y juvenil, en la que incluso caben las mujeres y los menores de edad. Bienvenida sea.
Que sus disciplinados componentes, hasta ahora ejemplares en su comportamiento, no caigan en la tentación fácil del menosprecio a las normas de civismo, a lo que son, y sobre todo a lo que representan como portadores de la más antigua de nuestras tradiciones, es decir, a la degradación, ahora tan en boga por cuanto a los valores recibidos de nuestros abuelos, y que conviene mantener vivos como parte fundamental de nuestra cultura autóctona.
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