jueves, 4 de septiembre de 2008

PREGÓN DE FIESTAS 2008


A petición expresa de algunos de mis paisanos, y siéndome imposible complacerles en aquel momento por no tener copias para todos, incluyo en este blog dedicado a Olivares de manera exclusiva el texto íntegro del:

PREGÓN DE FIESTAS 2008
Después de muchos años y de haber ejercido en tantas ocasiones como pregonero en plazas públicas, en balcones de ayuntamientos, en iglesias de distintos lugares durante la Navidad, o en algún importante teatro de la Región Valenciana con motivo de las fiestas patronales en la ciudad donde yo viví; después de haber sido pregonero de gozos y de fiestas en tantos lugares, donde contaba como aditamento imprescindible esta importante actividad cultural, me cabe la dicha, una vez implantada la costumbre, de ser, a ruego y por encargo de la señora alcaldesa, pregonero oficial de las fiestas del Santo Niño en mi propio pueblo. Esto supone contar con la oportunidad de meter la mano, con todo fervor y con toda delicadeza, en esa celdilla de los viejos recuerdos que uno guarda en el corazón, y tirarse al ruedo de la palabra ante un auditorio excepcional, único, ante mis propios paisanos, convencido de que esta noche será de las que con el paso del tiempo recordaré con cariño, con emoción, y sobre todo con gratitud.
Dentro de unos instantes la alcaldesa dará por inauguradas de manera oficial las fiestas de nuestro pueblo, una nueva ocasión que la vida nos ofrece para el disfrute personal y colectivo, para echar al olvido los momentos menos deseados que a lo largo del año nos hayan podido acarrear las circunstancias personales de cada uno, como simple consecuencia del vivir diario.
Desde el barrio de la Granja hasta la Iglesia, desde el Calentejo hasta el barrio del Pilar, en Olivares vamos a vivir durante unos días de manera distinta. Nos ayudará a recordarlo el estampido de los cohetes y de los trabucos, la banda de música, la nueva indumentaria de la Ranra recorriendo las calles, que como el ave Fénix y después de varios años de ausencia, volvió a renacer de las cenizas de la vieja tradición.
En estos días nos encontraremos casi todos aquí: los residentes, los de temporada, y los que al reclamo del ambiente familiar que conllevan estas fechas, se unen a nosotros de manera fugaz, pero con el mismo entusiasmo y con el mismo derecho que los demás, con el derecho que da el ser olivareño, hijo o nieto de olivareños, un derecho del que nos gusta presumir por el mundo.
No sólo yo, ni tú, ni el otro, sino todos, tenemos la obligación de honrar con nuestro comportamiento, y también con nuestra palabra, el nombre del pueblo. Ser olivareño es un honor del que podemos y nos debemos enorgullecer, más todavía cuando por lamentables motivos que todos conocemos y todos sufrimos, nuestro pueblo ha podido estar en entredicho para tantos que no tienen el honor de haber nacido aquí. Ahí está, para exhibirlo en donde haga falta, el testimonio que hemos recogido de nuestros antepasados: gentes trabajadoras, honestas, sufridas, de las que nadie tuvo cosa alguna que decir como reproche, cuya sangre corre por nuestras venas y su presencia se perpetúa en nuestro recuerdo.
Las fiestas en cada lugar son una de las principales características con las que se subraya la identidad de un pueblo, y nuestras fiestas del Santo Niño gozaron siempre de un prestigio muy singular en toda la comarca, cualidad que se conserva todavía, como podemos comprobar cada año.
Nunca llueve a gusto de todos. Los olivareños nos caracterizamos por estar siempre con los ojos abiertos, despiertos a la crítica de puertas adentro, lo que por sí mismo no es malo, siempre y cuando exista en nuestro entorno algo que sea susceptible de mejora. Lo que resulta pernicioso en este sentido, y a menudo realmente grave, es salirse de los límites de lo razonable, obstinarse en no reconocer que la vida está condicionada por un sinfín de limitaciones a veces insuperables, y que sólo conseguiremos vencer, o cuando menos evitar, uniendo voluntades. No obstante, con nuestras muchas virtudes, que las tenemos, y con nuestros defectos, que tampoco nos suelen faltar, vamos bandeando la vida como Dios nos da a entender, repartidos por el mundo, y saliendo adelante, que a fin de cuentas es de lo que se trata.
Casi todos conocemos muy bien la historia de nuestro pasado durante los últimos cincuenta o sesenta años. Cómo la mitad de aquel pueblo de nuestra infancia, con cerca de dos mil habitantes, que vivía en buena parte del generoso producto de la ribera como fruto de su trabajo abnegado, tuvo que emigrar con la llegada del pantano y abrirse nuevos caminos por las diferentes regiones de España: Valencia, Madrid, Cataluña, el País Vasco, son tierras entre algunas más, donde se vieron obligados a clavar su raíz, y en estos días, felizmente, muchos de ellos se encuentran entre nosotros, en ese intento vital para cada uno de libar el néctar, de respirar el aire de la tierra madre, de gozar de sus rincones, de los alrededores del pueblo donde tanto disfrutaron -tanto disfrutamos- cuando fuimos niños.
Hoy, en la víspera de la fiesta del Santo Niño, de nuestras fiestas mayores tan cargadas de nostalgias y de recuerdos, sobre todo para los que peinamos canas, permitid que me rinda al impulso de la imaginación, y viaje a través del recuerdo a aquellas otras fiestas de mi juventud, la de los almendreros, la de los músicos de la banda de Montalbanejo que venían en galeras tiradas mulas, la del tío de la yesca que sacaba el dinero a los incautos a la sombra del olmo del Lejío, la de los toros en plaza de carros… Cuando a casi todos los labradores todavía les faltaba mucha paja que meter; cuando en los atardeceres y en las noches septembrinas bajaban hasta el pueblo desde las eras de Las Columnas aquellos aromas pastosos de la trilla y de la mies; cuando los mozos más atrevidos, a espalda de sus padres, pellizcaban alguna fanega de trigo del montón de la era y luego la vendían, porque el dinero no solía ser su fuerte y en aquellos días resultaba especialmente necesario, y contribuía a dar a las fiestas mayor esplendidez, mayor familiaridad y mayor alegría, tres de las características que en las fiestas de nuestro pueblo no faltaron nunca.
Días aquellos de una felicidad auténtica en medio de tantas necesidades, de tantas privaciones, y que cada uno, vivamos aquí o vivamos fuera, procuramos guardar con todo cuidado, como llamita encendida en lo más profundo e intimo de nuestra alma. Vibración y cariño que se acrecienta cada vez que, pasados los años, nos volvemos a juntar en estas fechas.
Por lo que no podemos lanzar al vuelo las campanas de gloria de nuestro pueblo es por lo que se refiere a su pasado, tanto histórico como monumental. En el término municipal de Olivares, que yo sepa, nunca se dio una batalla importante, no tuvimos ningún castillo, fortaleza o palacio, ni otro monumento de especial relevancia además de nuestra iglesia, el único, y por tanto, el más importante de todos; si bien, existen vestigios con toda seguridad de tiempos de la Dominación Romana.
Quiero que quede aquí y que por primera vez resuene en vuestros oídos, el nombre de “Libanus”, cognomen (apellido) de un noble romano llamado Atcio, quien, según parece, fundó sobre cierta ciudad celtibérica ya existente, otra nueva a la que puso el nombre de Libana, que, según lo que aparece escrito en el tomo LII, cuaderno III, del Boletín de la Real Academia de la Historia, en trabajo de investigación del historiador D. Fidel Fita, con fecha 7 de febrero de 1908, aquella ciudad, que según Ptolomeo estaba situada “no lejos y al sudoeste de Valeria”, se corresponde con la villa de Olivares, donde se cruzan las carreteras de Madrid a Valencia y de Cuenca a San Clemente (son palabras textuales). De ser así, nuestro pueblo podría tener más de 2.000 años de antigüedad, y en su origen se llamaría “Libana”.
Y nada más, amigos y paisanos todos. Con estas palabras, salidas más del corazón que de los labios, dejamos abiertas de para en par las puertas de nuestra fiesta grande. El Santo Niño, que nadie lo olvide, es mucho más que esa imagen menuda que los olivareños llevamos guardada en los rincones del alma. A Él, que es Dios, nos encomendamos en estos días y en todos los demás. Ponemos en sus manos nuestros problemas, nuestros deseos, nuestras alegrías, nuestras ansias de bienestar, al tiempo que le pedimos esté más cerca de nosotros en estos días, que las fiestas transcurran como el pueblo quiere: que sean la paz, el entendimiento mutuo, la alegría de jóvenes y de menos jóvenes, lo que marque la pauta en el diario vivir de nuestro pueblo. Felices fiestas a todos.

¡VIVA EL SANTO NIÑO, NUESTRO PATRÓN! ¡VIVA EL PUEBLO DE OLIVARES!

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